En
febrero abre el Salone del Mobile di
Parma, la Reed gifts fairs de
Sydney, la Essere &Abitare de
Italia, el Playtime de Tokio y el
D.A.D. de Sao Paulo; pero yo quiero hablar de Feliciano.
Me
recibe en su taller vestido de trabajo, con un mono azul de cremallera rota
encima de una camisa de franela con los últimos botones desabrochados, lo que
permite ver cuatro pelos mal puestos en un pecho plano y fibroso. Al verme
entrar por la puerta, apaga la maquinaria complacido por tener una excusa para
parar y se dirige hacia mí con sonrisa sincera pero precavida, no se le vaya a
caer el pitillo que cuelga desganado de la comisura. El ruido infernal de la
sierra va disminuyendo de manera gradual, lo que facilita el apretón de manos.
Gasta la misma fuerza que siempre, por lo que suele confundir la mano ajena con
cualquier tronco de madera con los que trabaja. Hace tiempo que no lo veo, pero
sigue igual, más calvo, eso sí, pero lo lleva con dignidad puesto que ha
decidido prescindir de la boina. Dice que eso ya no se lleva. Noto que ha
perdido oído porque me pide que repita las frases constantemente. Me invita a
pasar y saca una frasca de vino sumergida en agua fría. El suelo está igual de
blando que siempre gracias a las virutas que van conformando una moqueta de lo
más placentera. Feliciano se apoya para hablar sobre unos listones de pino y se
enciende el cigarro justo delante del cartelito de prohibido fumar. Allí todo
es inflamable, pero le da igual, su abuelo y su padre ya lo hicieron antes que
él. Tiene serrín en los hombros y en los cristales de las gafas. Son gafas de
pasta marrón, más grandes de lo que permite la moda y con un cristal de los de
antes, de esos que te agrandan los ojos. Una viruta queda enganchada en su
ceja, pero a él no le molesta aunque a mí me dan ganas de soplarle.
Aparece
su hijo Manuel. No pongas que me llamo Manolo, me dice. Él es Manuel aunque
lleve una gorra de los Lakers y escuche hip-hop con los casquitos. Es otra
generación, me dice Feliciano al oído, no te puedes hacer idea de lo que gasta
en cremas para las manos. Su padre no quería, pero Manuel dejó los estudios
para trabajar con él. Es bueno, dice, pero tiene mucha prisa.
Y es que Feliciano, la verdad, es de
otra pasta. Orgulloso me enseña un mueble en el que está trabajando, uno grande
y con muchos cajones. Dice que es para un restaurante. Llevo con él mes y
medio, me asegura, pero fíjate que tacto. Para demostrarlo, pasa su mano sobre
la madera y me mira esperando mi valoración. Como siempre, Feliciano, le digo.
Y es que sus muebles son de esos que estarán expuestos en las tiendas de
antigüedades dentro de cien años, o doscientos. De los que están pensados con
el sentido común y diseñados en una libreta con un lápiz de mina gorda, que por
cierto mantiene un equilibrio prodigioso detrás de su oreja.
Feliciano
es uno de los pocos carpinteros que aún les gusta que se les llame artesanos,
sus manos así lo atestiguan. Eso que se conoce como ‘oficios’ dicen que está
acabado. Seguramente lo afirmen aquellos que no saben reconocer el olor a
madera recién cortada.
Después
de despedirme de Feliciano, he ido a ver a mi amigo Jesús a su fragua. SE
ALQUILA, decía en la puerta.
¡Qué maravilla de artículo, Rafael Caunedo!...
ResponderEliminarMe has hecho recordar el taller de mi tío Pedro, y todo lo que cuentas, palabra a palabra, llenas de sentimiento y amor por los oficios de la cultura en fase de desaparición, es así. Lo corroboro ante el mundo. Ahora es mi primo Pedrito, de más de 50, el que sigue la tradición. Él, como Manuel, dejó atrás su oficio de maestro de escuela. Se lo rifan ahora.
¡Cómo no voy a sumarme a este homenaje de los oficios en fase de extinción siendo nieta y biznieta y...de alfareros y modistas!...
Gracias por colgarlo en tu web.
Una delicia de leerlo, y ya siento cariño por Feliciano.Dále recuerdos de mi parte...
Un abrazo,
Mariajo