martes, 31 de enero de 2012

EL PARAÍSO TIENE NOMBRE


Artículo publicado en CULTURAMAS 31 enero 2012



Compraron una casa en un pueblo destinado a desaparecer por huída de los jóvenes y fallecimiento de los viejos. Está en un valle de acceso complicado al que se accede por una carreterita que, al llegar, ya sólo es camino rural. Buscaban evadirse de la ciudad los fines de semana y alejarse de la universidad donde ambos imparten clase.
Es una casa de piedra, grande y firme como las de antes, en la que ventanas y puertas no habían soportado la falta de atención y donde las zarzas habían ya empezado a colonizar el interior.
La reforma fue integral. Tiraron todo abajo menos las cuatro paredes de la fachada, manteniendo el espíritu del pueblo. Después, aconsejados por el arquitecto, aprobaron el proyecto que les dejó la casa a su gusto; diáfana, sin apenas tabiques y con predominio de la madera. Con el paso del tiempo, iban decorándola con calma, sin precipitarse, sin volverse locos. Gradualmente, cada fin de semana, la casa iba adquiriendo el sentido por el que fue comprada, que básicamente consistía en hacer que se olvidaran de todo durante el tiempo que estuvieran allí.
Con casi un año de disfrute, el espacio ya tenía la personalidad de sus propietarios. Estaban encantados. Cuando salían a pasear, apenas se encontraban con los tres o cuatro vecinos que aún quedaban.
Un día, ella pensó que, una vez acomodado y decorado el interior, sería bueno adecentar el exterior, ya que el abandono del lugar hacía que el pueblo pareciera triste y decrépito. Como no había aceras ni calzadas en las calles, se entretuvieron en limpiar de zarzas las fachadas colindantes, abandonadas como estuvo la suya, y colocar algunas macetas grandes de pizarra que él, mañoso y dado al bricolage, había ido fabricando. Rastrillaban cada cierto tiempo con el fin de conseguir que las malas hierbas no decidieran revivir. Ya puestos, y teniendo en cuenta la falta de iluminación, a ella se le ocurrió colocar un gran farol adquirido en un anticuario de Gijón. Un buzón de forja, que jamás contuvo carta alguna, pasó a adornar la piedra. Las ventanas, pequeñas pero numerosas, dejaban hueco para que flores de colores colgaran con alegría.
No conformes con arreglar “su trozo de calle”, pensaron que toda ella al completo, corta como el mismo pueblo, merecería también su mimo y atención. Y así aprovecharon las vacaciones de verano para adecentarla con más macetones y con alguna escultura de mediano formato que él se entretenía en diseñar.
Un día, alguien llamó a su puerta. Era una pareja que estaba de excursión por la zona. “Pasábamos por aquí y nos encanta esta aldea. ¿No sabrán si se vende algo?” Tres meses después, tenían nuevos vecinos.
No tardaron en llegar otros. Unos amigos de Bilbao, invitados durante un fin de semana, que quedaron prendados del lugar, tanto que también compraron y rehabilitaron una casa en ruinas. Pormenorizar una por una todas las incorporaciones sería absurdo.
Sin ayuntamiento, sin alcalde, sin concejales… sin política ni burocracia…, sin nada más que el amor al lugar donde esperaban jubilarse algún día, habían atraído a otras personas que, cómplices, se implicaron en el arreglo y conservación voluntaria de aquel poblacho.
Hoy es uno de los pueblos más bellos de la zona. Siguen sin necesitar asfalto, ni papeleras, ni bancos, ni cabinas, ni aceras, ni semáforos…, ni gente. El temor que ahora tienen es que se presente un avispado y monte un restaurante o un hotel o una tienda de botijos. Por eso, en deferencia a ellos, permitirme que me ahorre confesar el nombre del paraíso.

domingo, 29 de enero de 2012

FABRIZIO Y LA NATURALIDAD (o cómo cagarla en diez minutos)


Artículo publicado en CULTURAMAS 28 de enero de 2012
http://www.culturamas.es/ocio/2012/01/28/frabrizio-y-la-naturalidad-o-como-cagarla-en-diez-minutos/

Fabrizio vive en Milán. Es un diseñador de páginas web muy cotizado. Es caro, sí, pero muy bueno. Proyectos no le faltan, ni perspectiva de tenerlos. La vida le es favorable, en todo le parece ir bien menos en una cosa: las mujeres. No ha encontrado la que busca, y no será por oportunidades. No es que sea guapo, pero es italiano, y de Milán nada menos, y eso siempre conlleva un plus que adorna mucho. Además, se sabe envolver bien y se presenta en sociedad como un regalo. La última fue un fracaso tan clamoroso que a punto estuvo de provocarle el total abatimiento.
La conoció en la presentación de un perfume. Hay que decir que Fabrizio sabe lo que le gusta, de suerte que en cuanto la vio en aquella jungla de elegancia, fue a por ella de cabeza. No estuvo especialmente receptiva, pero tampoco descortés, con lo que Fabrizio se dio por conforme y se atrevió a invitarla a cenar. Un vistazo al reloj, un resoplido confuso, una mirada de reojo y, tras una sonrisa complacida, ella aceptó. Se llamaba Marietta, y era más alta que él.
Fue la primera cena, pero no la última. A esa la siguieron algunas más. Todo parecía ir bien hasta que Fabrizio la invitó a su casa, ese momento fatídico en el que tantas expectativas de pareja quedan truncadas por detalles absurdos. De hecho, Fabrizio siempre lo estropea todo en cuanto las lleva a casa. Había algo que no funcionaba, con lo que su obsesión porque todo estuviera perfecto aquel día le llevó a no dormir la noche anterior.
Había quedado a las ocho y desde las cuatro estaba ya impaciente. Su inquietud la exteriorizaba “preparando el decorado”, lo que no era otra cosa que adaptar la casa al previsible gusto de su invitada. Quería causar buena impresión, así que había dejado dicho por la mañana a la asistenta que pusiera especial celo aquel día. Una vez la casa estaba impoluta, tanto que tenía cierto toque a quirófano, Fabrizio sólo tendría que preocuparse del atrezo. De momento, la mecedora de su abuela, esa herencia que no se atrevía a tirar, la bajó al garaje. Decía que era muy rústica para el estilo moderno que prefería, pero que, por deferencia, no la

Butaca Charles Eames
tiraba. Era mentira, porque siempre leía sentado en ella, mientras que la butaca Eames que también formaba parte del decorado, le resultaba muy incómoda. Sacudiéndose las manos, subió resuelto del garaje dispuesto a acondicionar el espacio. Quitó el mando a distancia de la televisión y lo escondió en un cajón. Tenía pensado decir que no veía la televisión, cosa que no era cierta, pero que le daba un aire intelectual. Dispuso luego sobre la mesa tres libros muy gordos de arquitectura, regalo de empresa por navidad, que nunca había abierto. Añadió cinco o seis cojines al sillón y los colocó imitando a los que aparecían en una revista de decoración. Los tenía guardados en el maletero de su habitación y sólo los sacaba para cada “representación”. Los golpeó para dar la sensación de naturalidad aunque sólo consiguió levantar polvo. Por otro lado, había leído en un artículo que el incienso daba buen rollo, así que había comprado un arsenal que bien valía como ofrenda a los dioses. Encendió cuatro varillas a la vez y pronto el salón quedó envuelto en un humo estático y pesado. Con un cómic que andaba por allí hizo de abanico para airear aquello. Fue imposible. Luego, al verse con un cómic en la mano, le pareció inmaduro y lo escondió. Su espacio lo ocupó un libro de un filósofo alemán que compró en oferta. Había montado también una mesa para la cena digna de verse. Con su afán imitador, la dispuso igual que la de la fotografía de la casa de una señora muy operada que salía en el Cuore italiano. Lo hizo con tal esmero que no era fácil encontrar diferencia alguna con el original. Fabrizio estaba orgulloso de su centro floral y de su juego de copas: una para el aperitivo, otra para el vino blanco, otra para el tinto, y otra para el vino de postre. Con el celo del mayordomo de la reina Isabel, colocaba milimétricamente la cubertería, la bandejita para el pan y las incómodas velitas que abarrotaban la mesa. Todo con tal de que Marietta quedara impactada. Él mismo había decidido vestirse de galán. Se miraba al espejo tan contento y repeinado. Un exceso de perfume quedó luego en la solapa de la chaqueta.
Ocho menos diez; un último vistazo general antes del estreno de la obra. Todo estaba ordenado con calculada medición, todo falsamente reluciente, con los cinco estores de los ventanales a la misma altura, todo obsesivamente calculado, tanto que había perdido el encanto y la naturalidad. El apartamento de un joven informático milanés se había convertido en un esperpento artificial. Marietta llegó con los cinco minutos de retraso que permite la correcta educación. Llegó en vaqueros, camiseta y cazadora de cuero marrón. Al entrar, y una vez superada la falta de oxígeno por culpa del incienso, pensó con rapidez una buena excusa para conseguir que aquella cena fuera lo mas breve posible.
Nunca más volvieron a quedar.


viernes, 27 de enero de 2012

LA SEMANA BLANCA

En Saint Moritz somos muy pocas las monitoras que hablamos español. Yo sólo lo chapurreo, pero me vale para que cada año me asignen los tres colegios españoles que vienen por su semana blanca. Odio trabajar con adolescentes, pero pagan bien. Además, con el grupo de Madrid siempre viene Patricia, la profesora de Conocimiento del Medio, una tía divertida con la que me olvido de tanto niño. Nos enrollamos el primer año y desde entonces tenemos nuestra semana blanca particular. El resto del año, ella  está en Madrid y yo en Suiza, cada una a lo suyo.
Hace unos meses me escribió un mail diciéndome que se casaba con un arquitecto de San Sebastían. La noticia no me produjo ninguna sensación extraña, era algo que podía pasar.
Ayer llegó a Saint Moritz como cada año. Hoy, cuando está amaneciendo, la observo mientras duerme en mi cama y pienso lo afortunado que es ése arquitecto. Tiene unos labios perfectos.

martes, 24 de enero de 2012

EL ASCENSOR DE LA OFICINA

J.C. es creativo publicitario, lo que le permite ciertas licencias en el vestir. El día que la conoció llevaba camiseta negra con "GRUNGE IS DEAD" en el pecho, bermudas a juego y deportivas de esas que no valen para hacer deporte. Como siempre, barba descuidada y melena "de aquella manera". Sus cerca de dos metros y su envergadura intimidan al más pintado, de modo que aquel día por poco la mata de un infarto.
Era la última planta del parking subterráneo de la torre donde ambos trabajaban. J.C. aparcó y con prisas llegó al pasillo de los ascensores. Todos estaban en revisión menos uno, justo el del fondo, el que tenía las puertas abiertas. Para evitar que se cerraran, puso la mano en medio. Al abrirse, vio a una chica joven apretarse contra el rincón mientras se hacía cada vez más pequeña. J.C., sujetando las puertas a lo Bruce Willis, le dijo: "Si prefieres subir sola.... yo espero". Ella dijo primero que no y luego que sí, que sí prefería subir sola. Apretó el botón y se volvió al rincón.
J.C. esperó. Cuando el ascensor llegó, una nota estaba pegada con chicle en el espejo: "Perdón. Planta 13ª". Al abrirse las puertas, ella le esperaba con una sonrisa, una disculpa y la invitación a un café de máquina.
Dos meses después, J.C. se ha cortado el pelo y acaban de mandarme la invitación para su boda.

viernes, 20 de enero de 2012

COMO UNA REGADERA

Todo el mundo parecía darse cuenta menos él. Hasta su mujer tuvo que advertírselo. Estás como una regadera, le dijo mientras le obligaba a mirarse en el espejo. Entonces cayó en la cuenta. Había perdido el norte. Su manera de vestir había dejado de ser 'personal' para ser simplemente 'imposible'. Había decidido hacer caso a la moda y cada mes se gastaba buena parte de su sueldo en comprar todo aquello que subía a las pasarelas. Un día fue a trabajar con transparencias. Fue noticia en un periódico local y varios diseñadores se pusieron en contacto con él. Intentaron explicarle que lo de las pasarelas no es para salir a la calle, que sólo es para promocionarse en los telediarios, pero que ningún loco se lo pondría. Él les miraba mientras se anudaba una maroma de barco en la cintura. Fue imposible. Había perdido la cabeza. Hoy, por ejemplo, le he visto con sandalias a lo romano y chaqueta torera por el sobaquillo. Salía de teñirse la mitad de la cabeza y me ha asegurado que vuelve la hombrera.

miércoles, 18 de enero de 2012

MAMÁ

Mi padre quiso impresionarme con una fiesta sorpresa. Acabo de cumplir quince años, la edad en que los globos dejan de divertir y los payasos rozan el patetismo. Mi padre se niega a reconocer que estoy creciendo. Siento lástima por él. Echamos mucho de menos a mamá.

lunes, 16 de enero de 2012

¿DE QUÉ COLOR ESTÁS HOY?

Artículo para CULTURAMAS 16 enero 2012
www.culturamas.es/ocio/2012/01/16/de-que-color-estas-hoy/


Yo no tengo colores favoritos. Mis hijas son muy dadas a ir por la casa haciendo test, tal vez tengan futuro como encuestadoras, y hay una pregunta que nunca falla cuando se dirigen a mí: “¿De qué color estás hoy?”
El color es un estado de ánimo. Si lo analizamos, cualquier elección es un estado de ánimo, ¿o es que no nos vestimos de determinada manera en función de cómo nos  sintamos? El mismo modelo nos puede quedar impecable un día y en cambio hacernos parecer un fantoche al siguiente. El espejo es un traidor; a veces hasta le insulto, sin darme cuenta que, en realidad, lo hago contra mí mismo.
Igual me pasa con los colores. Hoy, por ejemplo, me siento marrón confuso, un estado ideal para quedarse en casa y esperar que cambie el dígito del calendario. Uno no puede evitar tener altibajos, al menos yo no puedo, por lo que aliarse con un color de por vida me es imposible. No entiendo como alguien puede tener un color favorito. Mi padre, desde que le conozco (básicamente toda mi vida), adora el verde, el verde sin matices, a secas. No niego que algunas veces yo esté verde indecente, pero se me pasa y me decanto luego por el azul meditativo en un segundo. Soy así, un tipo voluble.
Amarillo felicidad
Elegir un color pensando a largo plazo es un error. Admiro a las personas que son capaces de pintar la casa del mismo color de como estaba. Yo juro que lo intento, pero hay algo dentro de mí que me dice que no lo haga. Además, creo que es bueno no lanzarse a aventuras cromáticas de las que pronto nos saturaremos. Claro que todo va en gustos. A mí, por ejemplo, me gustan los colores neutros ni fu ni fa, esos que te acogen como una madre al llegar a casa. Además, los colores condicionan todo, de modo que si tenemos tentación de amarillo pollo, pensarlo dos veces, o tres.
También me gusta el blanco no estoy, un color ideal para no tener niños y ser muy limpio y ordenado, por lo que lo descarto hasta más adelante. De momento me conformo con un gris todo vale.
Los días negros tricornio son mejor que los dejemos pasar por mucho que brillen como el charol; engañan, y si tomáramos cualquier decisión en uno de ellos, podría volverse en nuestra contra. Eso sí, siempre nos quedará el negro sala de cine, que me ha servido de terapia desde niño, y del que me sirvo para auto engañarme y salir del mal trago. Es la psicología de los colores, esa que recomienda la no saturación de los tonos; o sea, nunca rodearse en exceso de colores puros, el rojo-rojo, por ejemplo, y dejarlos para sutiles pinceladas de nuestra vida, para detalles de esos que están, atraen, pero no matan.
 La personalidad de cada uno se exterioriza a través de los colores, en la ropa, el coche o en casa, por eso, el día que vayamos a tomar alguna decisión importante, como la de elegir el color de las paredes, es mejor hacerlo cuando nos hayamos levantado azul dialogante y llegues a un acuerdo con tu pareja. Las soluciones consensuadas siempre “pintan” mejor. 

viernes, 13 de enero de 2012

FELICIANO

Relato publicado en la revista CULTURAMAS el 12 de enero de 2012.


En febrero abre el Salone del Mobile di Parma, la Reed gifts fairs de Sydney, la Essere &Abitare de Italia, el Playtime de Tokio y el D.A.D. de Sao Paulo; pero yo quiero hablar de Feliciano.
Me recibe en su taller vestido de trabajo, con un mono azul de cremallera rota encima de una camisa de franela con los últimos botones desabrochados, lo que permite ver cuatro pelos mal puestos en un pecho plano y fibroso. Al verme entrar por la puerta, apaga la maquinaria complacido por tener una excusa para parar y se dirige hacia mí con sonrisa sincera pero precavida, no se le vaya a caer el pitillo que cuelga desganado de la comisura. El ruido infernal de la sierra va disminuyendo de manera gradual, lo que facilita el apretón de manos. Gasta la misma fuerza que siempre, por lo que suele confundir la mano ajena con cualquier tronco de madera con los que trabaja. Hace tiempo que no lo veo, pero sigue igual, más calvo, eso sí, pero lo lleva con dignidad puesto que ha decidido prescindir de la boina. Dice que eso ya no se lleva. Noto que ha perdido oído porque me pide que repita las frases constantemente. Me invita a pasar y saca una frasca de vino sumergida en agua fría. El suelo está igual de blando que siempre gracias a las virutas que van conformando una moqueta de lo más placentera. Feliciano se apoya para hablar sobre unos listones de pino y se enciende el cigarro justo delante del cartelito de prohibido fumar. Allí todo es inflamable, pero le da igual, su abuelo y su padre ya lo hicieron antes que él. Tiene serrín en los hombros y en los cristales de las gafas. Son gafas de pasta marrón, más grandes de lo que permite la moda y con un cristal de los de antes, de esos que te agrandan los ojos. Una viruta queda enganchada en su ceja, pero a él no le molesta aunque a mí me dan ganas de soplarle.
Aparece su hijo Manuel. No pongas que me llamo Manolo, me dice. Él es Manuel aunque lleve una gorra de los Lakers y escuche hip-hop con los casquitos. Es otra generación, me dice Feliciano al oído, no te puedes hacer idea de lo que gasta en cremas para las manos. Su padre no quería, pero Manuel dejó los estudios para trabajar con él. Es bueno, dice, pero tiene mucha prisa.
 Y es que Feliciano, la verdad, es de otra pasta. Orgulloso me enseña un mueble en el que está trabajando, uno grande y con muchos cajones. Dice que es para un restaurante. Llevo con él mes y medio, me asegura, pero fíjate que tacto. Para demostrarlo, pasa su mano sobre la madera y me mira esperando mi valoración. Como siempre, Feliciano, le digo. Y es que sus muebles son de esos que estarán expuestos en las tiendas de antigüedades dentro de cien años, o doscientos. De los que están pensados con el sentido común y diseñados en una libreta con un lápiz de mina gorda, que por cierto mantiene un equilibrio prodigioso detrás de su oreja.
Feliciano es uno de los pocos carpinteros que aún les gusta que se les llame artesanos, sus manos así lo atestiguan. Eso que se conoce como ‘oficios’ dicen que está acabado. Seguramente lo afirmen aquellos que no saben reconocer el olor a madera recién cortada.
Después de despedirme de Feliciano, he ido a ver a mi amigo Jesús a su fragua. SE ALQUILA, decía en la puerta.

martes, 10 de enero de 2012

LA LUZ DEL SUR DE FRANCIA


Estaba de vacaciones por el sur de Francia, callejeando con las manos en los bolsillos por aquel pueblo que olía a pan. El empedrado del piso me transportaba a otra época en la que los cascos de los caballos resbalaban los días de lluvía. Caminaba por la acera de la sombra, con espíritu inactivo, imaginando cómo sería vivir en un lugar así, apartado del mundo. Era un pueblo tan pequeño que cuando me di cuenta ya estaba fuera. Me di entonces la vuelta y volví sobre mis pasos, pero por la acera del sol. ¿De qué vivirá esta gente?, me preguntaba con envidia.
Cuando mi poco dotado cerebro cavilaba sobre las distintas posibilidades de montar un negocio allí, el sonido de una campanita llamó mi atención. Provenía de una calle perpendicular a la principal, una callecita tan estrecha que su calzada no recibía la luz del sol. Al fondo vi un cartel de madera y hierro oxidado. Antiquités, decía. Me animé a adentrarme en aquel pasadizo para traspasar el umbral a otro mundo.
La campanita volvió a sonar al abrir la puerta. Olía a cera, a madera y a desván. Nadie salió a ofrecerme su atención. La tienda estaba repleta de muebles, cuadros, lámparas, escafandras, máquinas de todo tipo, esculturas, vajillas…, y todo iluminado con bombillas de escasa potencia distribuidas en cualquier parte. Me vi de pronto caminando entre muñecas de porcelana, de esas de las películas de miedo, segadoras de principios del XX, partituras ajadas y cuberterías de plata amarillenta.Tuve la sensación de que el tiempo no corría al ver todos los relojes parados colgando de las paredes. Entonces me pareció oír las notas de un piano, muy bajito, al fondo. Era un local lleno de recovecos y cuando creías que terminaba, aparecía otro en una esquina. Me orienté de oído y fui hacia Eric Satie. Me encontré con un hombre de mi edad, con mi barba, despeinado con mi estilo y tomando un té como yo suelo hacer. No me vio, tan absorto que estaba en su libro.No quise molestarle. Sentí envidia, lo reconozco. Tal vez él estuviera harto de estar allí; no sé si tendrá problemas económicos; puede que esté deseando largarse al Caribe. No sé, pero la sensación era que no le hacía falta el mundo.
En ése estado tan zen, me encontré de pronto, antes de irme, con una lámpara en una esquina. Era de cerámica pintada a mano, cuarteada por la base, con la pantalla torcida y algo quemada por un lado. Quise encenderla. Tenía un interruptor de perilla, como los que tenían mis abuelos, amarillo y algo pegajoso. La encendí con prevención no fuera a estallar la bombilla. Pero no. Al momento quedé prendado.
Compré su luz, no compré la lámpara, compré su luz.
Hoy la uso en mi casa asturiana. La dejo encendida cuando estamos fuera. Se ve desde fuera a través de la ventana y da la sensación de que Satie suena dentro y de que alguien lee evadido del mundo mientras toma un té.


Tal vez por eso suelo comprar sillas desparejadas y mesas que cojean. 

domingo, 8 de enero de 2012

EL AIFON FOR

Tengo cerca de ochenta años y mis nietos me han regalado un teléfono; lo llaman AiFon For. Entre todos han reunido el dinero para sorprenderme el día de reyes. Lo han dejado debajo del árbol, junto a las muletas. Guillermo, el de catorce años, se sentó ayer conmigo para explicarme cómo funciona. Empezó a toquetear la pantallita. Intenté seguirle, lo juro, pero comencé a marearme. De pronto apareció la cara de Mónica, que Dios la tenga en su gloria. Mi nieto me dijo que cada vez que lo encienda, ella aparecerá. Hoy ya estoy solo en casa, solo con mi AiFon For. No se quieren enterar de que yo no necesito teléfonos para andar por la calle, que no puedo sujetarlo con las muletas. Pero una cosa buena sí tiene éste chisme. Gregorio, mi vecino, un manitas, me ha suprimido el sonido, así que no suena, y lo he colocado sobre mi mesilla. He dormido de un tirón por primera vez en años gracias a Mónica. Espero que mis nietos no se ofendan porque lo use de portafotos. Ustedes no se lo cuenten.

viernes, 6 de enero de 2012

DOS DISPAROS

Un aria de Puccini se oía desde el salón, mientras el repentino fogonazo me dejó ver la bala que venía hacia mí para matarme. Un fugaz repaso de mi vida pasó por mi cabeza justo antes de que la bala llegara: mis hijos, mis padres, mis amigos..., todos menos mi mujer, cuyo rostro apareció con el segundo fogonazo mientras apretaba el gatillo con rabia apuntando al otro lado de la cama.

martes, 3 de enero de 2012

LA PROFESORA DE QUÍMICA


La vi por primera vez mientras sesteaba en una tumbona. Entró despistada en el jardín y, al verme, se dirigió a mí. Se presentó como la profesora de química de mi hijo. Tenía veintipocos años, ojos azules y coleta rubia; muy aria, lo sé, pero qué le vamos a hacer. La vi luego meterse en casa y desaparecer. Soñé con ella cada siesta. Acabó el verano y mi hijo volvió a suspender en septiembre. A pesar de que yo insistí para que siguieran las clases durante el curso, mi mujer dijo que no. Creo que no hubo química entre ellas.