domingo, 25 de marzo de 2012

LOS MUEBLES ABANDONADOS


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Rafael Caunedo


Por Rafael Caunedo.
No hay nada más triste que un mueble abandonado en una cuneta; es como un recuerdo sin dueño.
Los que somos soñadores y no nos gustan los telediarios, detrás de cada mueble abandonado siempre descubrimos una historia con la que eludir la realidad; únicamente hay que fijarse, evadirse mentalmente y dejarse llevar. Después, una vez hechas las presentaciones y rota la vergüenza, tan sólo hay que esperar a que se decida a hablar. Porque los muebles hablan, sí, transmiten emociones, y si les apetece, te cuentan su vida. 
Un mueble abandonado es un 
tachón
 en un manuscrito.
“¿Ves ése sillón?”, me dijo un hombre cuando me vio hacer la foto, “pues desde allí yo di el pase a Iniesta para que marcara el gol en la final”.
Me duele el alma al encontar un mueble tirado en un descampado; es antinatural verle allí esperando que el pedrisco agriete su barniz y el sol decolore  su piel. No es un final honroso, es como envejecer a bofetadas.
La silla cruje igual que si llorara porque el barro se engulle sus patas.
“Sentada en esa silla esperaba mi madre cada tarde con un tazón de leche y miel  a que yo llegara de la escuela”, me dijo aquel hombre.
Y yo, al mirar con fijeza, vi a su madre allí sentada gastando las lágrimas antes de que su hijo llegara, agotando la pena.
Hay veces que me da miedo pensar demasiado ‘en ficción’. Creo que debería aprender a no inventarme historias allí donde no hay más que muebles abandonados. La imaginación, mal guiada, puede hacer que pierdas la cabeza, sobre todo en días como hoy.
Esperaré un tiempo prudencial a ver qué pasa.

viernes, 23 de marzo de 2012

PRECINTOS DE NOVENTA EUROS

Ayer quise prepararme una infusión relajante, pero acabé con un ataque de nervios al no conseguir abrir el precinto. Hoy ya estoy mejor después de los noventa euros de sesión con el psicólogo. El té lo ha preparado él.

jueves, 22 de marzo de 2012

MI ÚNICA PELEA POR AMOR

Sólo me he peleado una vez en la vida. Fue por amor. Me volaron las gafas antes de que tuviera tiempo de sacar las manos de los bolsillos. Después fue fácil; sólo tuve que tirarme al suelo y esperar que terminaran de patearme.

DAR EN LA DIANA


Ryan McBulloghs fue durante años el campeón de Escocia de dardos. Era su pasión y su única distracción ya que su vida cotidiana era bastante neutra. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Con las mujeres, además, nunca dio en la diana; ninguna se fijaba en él ni en su habilidad con los dardos.
Tras varios años dominando el apasionante mundo de la puntería en todos los pubs escoceses, quiso montar una granja de ovejas con el dinero recaudado con tanto premio. No era mucho, pero suficiente para realizar su sueño en un pueblecito que no suele aparecer en los mapas. Inesperadamente, el negocio prosperó y la lana McBulloghs fue adquiriendo notoriedad en el mundo textil y pronto se la empezó a reclamar en media Europa. Los mejores diseñadores querían que sus prendas estuvieran manufacturadas con lana McBulloghs.
Hoy, el bueno de Ryan se dedica a tirar dardos a una diana que tiene colgada en una palmera de una isla de la que no me quiso decir el nombre. Las mujeres llaman a su puerta, pero él, muy escocés, les dice con orgullo que está muy ocupado. 

martes, 20 de marzo de 2012

EL ALCE

              

Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS. Marzo 2012.
Por Rafael Caunedo.
Mi abuelo sólo ha cazado una vez en su vida. Lo hizo por compromiso y ayudado por el vodka. También algo crecido ante la expectación que levantó su presencia entre el público femenino. La verdad es que el trofeo pudo haber tenido la prestancia de un tigre de bengala, la ferocidad de un león africano,  o la elegancia de un oso polar, pero no fue así. Tuvo que conformarse con el alce más raquítico de toda Noruega, uno desgarbado y medio lelo que caminaba desorientado sobre el hielo. No tenía cara de listo, así que se quedó allí mirando mientras mi abuelo cargaba el fusil. Nunca lo reconoció, pero la verdad es que tuvieron que hacerlo por él ya que los nervios y el vodka le impedían meter la bala en la recámara.

Mi abuelo ha sido el único español que ha matado un alce en Noruega estando borracho perdido. Le dio de casualidad, entre bandazo y bandazo. Fue un tiro certero que ni él mismo se creyó. Cuando vio al alce caer, se quedó mirando a sus acompañantes preguntando si había sido él. Fue entonces andando hasta el animal y al llegar sintió como se le revolvía el cuerpo. Fue tal la pena que le dio que pidió la cabeza para disecarla y llevarla  a España.
Y así fue como llegó el alce a la casa familiar hace un montón de años. Mi abuela se casó con mi abuelo y con el alce. Todo era discutible menos aquella cabeza. De hecho, terminó cobrando el protagonismo que le otorgaba el presidir el salón desde lo alto de la chimenea. Mi padre se crió allí mismo, a la sombra de sus cuernos. Siempre le dio una mezcla de miedo y asco, aunque nunca supo qué sensación era la predominante.
A la muerte del abuelo, el alce temió que su cornamenta acabara en el vertedero, pero el destino se alió con él, y una fuerza superior hizo que mi madre superara aquel espanto y lo aceptara en su nueva casa de Madrid. Eso sí, no lo quería ver en habitaciones “visitables”, de suerte que el alce acabó abajo, en el garaje. Por empeño paterno, la cabeza estuvo muchos años colgada en la pared del fondo, de manera que cuando metías el coche por la noche, las luces de los faros hacían que le brillaran los ojos como si estuvieran vivos.
Hubo un año en que propuse subirla a mi habitación, pero el revés que me sacudió mi madre me quitó la ilusión.
Yo crecí con un alce en casa. Cuando se lo contaba a mis amigos, no se lo creían. Tuve muchas visitas, incluso pensé en cobrar por ellas. Pero no.
Ya de adolescente, las fiestas en mi garaje eran famosas por el alce. Un año hubo alguien que le colocó un tercio de Mahou en la boca, y allí sigue. La verdad es que el animal ha soportado estoicamente todo tipo de humillaciones: fue perchero durante años, alguna foto junto a él con el culo al aire también se ha hecho alguno, sombreros de paja, matasuegras en las orejas…., en fin, de todo, pero el pobre sigue sin quejarse.
Con el tiempo me tocó a mí en herencia. Ahora está en casa. Yo lo tengo en un cuarto de baño. Mi mujer por poco me mata, pero la magia noruega la ha llegado a convencer. Mis hijas cuelgan las toallas en sus cuernos y a mí me hace gracia. Lo que no saben es que algún día el marrón les caerá a ellas. No sé, le miro y me enternece, me da pena. Es feo pero le quiero.

viernes, 16 de marzo de 2012

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL LADRÓN DEL CHESTER

Rafael Caunedo
Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS.     Marzo 2012

Por Rafael Caunedo.
En el portal de mi casa había un sofá Chester espectacular. Tan chulo era que hace unas semanas desapareció. Alguien con muy buen gusto lo robó aprovechando un descuido del portero nocturno. Es la recurrente conversación de ascensor desde que tan aciago hecho sucediera en aquella noche en que el Barça ganó al Madrid y nadie quería salir de su casa, sólo los chorizos y algunos del Atlético.
Todos los vecinos estamos apesadumbrados, no por el hecho en sí, sino por el Chester. ¿Dónde estará nuestro querido Chester? El portal no es igual sin él. Ahí quedan las marcas de sus cuatro patitas sobre la moqueta. Sólo con pensarlo se me caen las lágrimas. ¿Será cuidadoso su nuevo ‘propietario’? Algunos vecinos han propuesto dar una recompensa a quien facilite información sobre su paradero. Dicen que pongamos carteles de ‘Se Busca’ en los periódicos. Otros más sensatos proponemos hacer una colecta entre todos para reponerlo. Aunque bien pensado, su falta es irremplazable. Queremos ése y no otro.

Y ahora, el pobre Chester…¿dónde andará?… ¿tirado en cualquier arrabal? Espero que no. Pilar Luccini, la del octavo E, ha empeorado de lo suyo. Su depresión ha entrado en depresión, depresión al cuadrado, y ha decidido no salir de casa hasta que aparezca el sillón. Y es que es un drama, estamos todos igual.Yo, a veces, me sentaba allí a leer el periódico esperando a que bajara mi mujer. Lo del periódico era una medida disuasoria para que el portero no me diera conversación. Mi portero habla mucho, certificando así la bien merecida fama. Me encantaba el tacto suave del cuero. No es que tenga debilidad por lo british, pero debo confesar que el Chester está por encima de cualquier época, moda o tendencia. Un día, vi al portero atarse el zapato apoyando la suela sobre él. Creía que no lo veía nadie y cuando le reprendí se puso rojo del disgusto. No suelo ser así, pero la escena era francamente dolorosa. El Chester es como un hijo, le dije.
Al pobre portero nocturno le cayó una buena. El administrador de la finca, siguiendo las instrucciones de Fidel Ruisancho, el juez del segundo B, le ha apercibido. De momento sólo se trata de una medida de aviso y advertencia. Él, en quien recayeron en principio las primeras sospechas, no levanta cabeza. Se siente culpable, cosa que no me extraña, y recae en su conciencia todo nuestro disgusto.
Debo confesar que siempre he tenido una fijación muy especial con el Chester, incluso llegué a soñar un par de veces con su capitoné. Sé que estoy de psiquiátrico, mi mujer también lo piensa, pero cada uno es como es. Igual me pasa con el Real Madrid; me trastorna. Cada vez que hay partido me vuelvo loco. No me gusta ver como pierde. Por eso, aquel día en que el Barça volvió a hacerlo de nuevo, urdí con mi mujer y mis hijos un plan que nos resarciera de nuestra desazón. Esa noche, aprovechando que el portero estaba de ronda por el garaje, bajamos los cinco y nos subimos el Chester. Desde entonces nos peleamos por ver la tele sentados en él. Esta noche juega el Madrid la Champions…. espero que gane porque sino ya tengo echado el ojo a una mesa de acero y cristal de Norman Foster en el portal de unos amigos.

martes, 13 de marzo de 2012

EL ACCIDENTE

Ayer tuve un accidente de coche dentro de casa. Algún conductor descuidado lo dejó mal aparcado en el distribuidor, justo delante de mi puerta. Sorprendido el infractor en la falta, me pidió disculpas mientras me subía una bolsa de hielo para mi codo. Ante tal despliegue de perdones y justificaciones, no me quedó otra alternativa que invitarlo a merendar al Starbucks.

lunes, 12 de marzo de 2012

EL GUANTE


He perdido un guante con mi mano dentro. Por favor, si lo encuentran, denle un móvil para que pueda llamarme o dinero para un taxi. Gracias.

viernes, 9 de marzo de 2012

MI SOMBRA




...yo, un día, vi a mi sombra engañándome con otro...

MI LUGAR DE TRABAJO



Rafael Caunedo
Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS. Marzo 2012.
Por Rafael Caunedo.
Llevo unos días cotilleando los lugares de trabajo de algunos escritores. Escriben en lugares aparentemente distintos, pero casi todos comparten las mismas cosas. Eso sí, los hay originales, como Joe Haldeman, del que no puedo opinar de su estancia ya que trabaja a oscuras, tan sólo alumbrado por la luz de dos velas, lo justo para poder ver la punta de la pluma con la que escribe.
Da la sensación, analizando el conjunto, de que los escritores somos unos maniáticos incorregibles, y que, además, salvo honrosas excepciones, casi todos pecamos de desordenados; aunque algunos prefiramos llamarlo “caos ordenado”.
Mi mesa es sencilla, todo lo contrario de la de la mayoría de los consagrados. Debe ser que las ventas masivas les hacen apoyarse en mesas corpulentas, ciclópeas, generalmente de madera noble y con muchos cajones con llave. Mi mesa no tiene cajones, de modo que a mi izquierda hay un mueble auxiliar a ese efecto en el que guardo todo aquello que no me vale para nada. Para escribir este artículo, he revisado esos cajones y de pronto han aparecido dos billetes a Johanesburgo. Así que, echando cuentas, llevo dos años sin abrirlos. Podría ponerme en evidencia especificando todo lo que ahí guardo, pero no voy a ser yo quien me humille a mí mismo.
Encima de ése mueble tengo un equipo de música, con la peculiaridad de que sólo tiene dos emisoras memorizadas: Radio Clásica y Radio3. Muchos escritores también tienen equipos en sus despachos. Algunos no pueden escribir si no tienen música de fondo. Yo sólo la pongo si la pelea de mis hijas está siendo especialmente violenta.
En cuanto a la colocación de la mesa, he comprobado que casi todos prefieren tener espacio diáfano delante. Debo ser sincero y decir que empecé con la mesa debajo de la ventana, pero las pistas de tenis de enfrente eran una tentación demasiado fuerte. Así que me he castigado de cara a la pared, a la que puse rayas para evitar mirarla demasiado. Siempre me han mareado las rayas.
Suele haber una tetera cerca del ordenador, cosa que sorprendentemente he visto a mas de uno. La mía es de barro y dice que es inglesa.
Generalmente, los escritores se las apañan para trabajar en soledad. Sin embargo es curioso que la gran mayoría escriben junto a su mascota, con especial preponderancia del gato. Yo tengo una perrita, rubia, estilosa y con una caída de ojos que seduce a cualquiera.
Casi todos utilizan su lugar de trabajo como ‘receptáculo’ de recuerdos. Yo, para eso, empleo la cabeza. Suelo quedarme sólo con cosas pequeñas. Por ejemplo, me gusta esconder entradas de cine en los libros de mi biblioteca. Es una manía absurda, lo sé, pero prefiero eso a traerme un colmillo de elefante desde Uganda.
Como esta es una sección de decoración, debo confesar que después de ver los lugares de trabajo de escritores internacionales, me he dado cuenta de que no están sujetos a modas ni tendencias. Creo que los escritores van (o vamos) por libre, al menos en ese espacio privado en el que no nos gusta que nos toquen. Porque, eso sí, la mesa de trabajo es propiedad privada y ay de aquel que ose ordenarla.

jueves, 8 de marzo de 2012

LA EXCUSA

Era consciente de que se trataba de un sueño, pero como no le estaba gustando prefirió despertarse. Después se vistió y se fue a su casa maquinando una excusa.

lunes, 5 de marzo de 2012

EL INTERNADO


Estuve un año interno en el monasterio de El Escorial. Compartía habitación con un malagueño y un sevillano más golfos que yo. Dormía en una de esas ventanas que se ven arriba a la izquierda, en el tejado de pizarra. Este es el famoso patio de los Reyes. Todas las mañanas, un amigo que dormía cuatro habitaciones más allá, sacaba un cassette a la ventana y nos despertaba con Marlene Dietrich cantando Lily Marleen con el volumen aumentado por el eco del recinto empedrado. Cada vez que lo oigo, no puedo por menos que acordarme de aquella época. No se trata de nostalgia, simplemente me gusta darle al REW de mi vida de vez en cuando. Aquí os dejo con mi recuerdo:

http://www.youtube.com/watch?v=MO0lUXnAs-U

domingo, 4 de marzo de 2012

EL 'MAL DE LA LUZ'

Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS. Marzo 2012


Rafael Caunedo
Por Rafael Caunedo.
Me llevó a un restaurante que ella conocía. Yo había pasado por su puerta miles de veces pero nunca me había dado por entrar. Es uno de esos que tienen grandes cristaleras que dan a la calle, una calle comercial y vistosa, de las que lucen mucho en navidad. Cualquier persona que pasee por la acera puede ver al detalle hasta la última mesa del local. Siempre que paso por allí pienso que algo falla.
Es un mal generalizado y muy común. Hay restaurantes que parecen estudios de rodaje, como este que os cuento, que en cuanto entras, tardas unos segundos en acostumbrar la vista a aquel despliegue de luminotecnia. Es el ‘mal de las bombillas de bajo consumo’ . Que sí, que gastan menos, pero su luz es horrible. Claro que también depende de cómo se usen. Hay negocios que se gastan una millonada en poner cemento pulido en el suelo, madera tratada en las paredes, sillas de diseñazo y camareros supermajetes con patillas de hacha e inglés perfecto, pero que de pronto lo estropean todo con tanta luz y tan mal distribuida. No sé por qué, pero se empeñan en poner luz a tutiplén, que no se note que estamos en crisis, y colocan por todas partes unas bombillazas blancas de luz de oficina.
El resturante al que ella me invitó por mi cumpleaños es, además, blanco, de modo que aparte de salir moreno, al entrar tenías lasensación de estar accediendo a la morgue de un hospital. Mientras cenas, la gente de la calle te mira a través del escaparate esperando ver a los protagonistas de la película.
En Europa esto no es así casi nunca. Los restaurantes suelen tener un toque intimista, incluso a veces dudas si estará abierto, acostumbrado como estás a los de España. Es como si las bombillas de bajo consumo fueran también de baja intensidad. No es extraño, además, que se añadan velas. Seré idiota, pero a mí las velas me encantan, y no sólo para cenas de parejita, sino también para las familiares, e incluso las de negocios. Prefiero eso a un foco de las SS encima de la cabeza.
La luz me estresa, así que aquel día cené rápido. Eso sí, en el segundo plato la pregunté si se quería casar conmigo y, de la emoción, nos fuimos sin pedir el postre. Teniamos ganas de estar solos e irnos de aquel ‘anuncio’.
Pasados los años, ya casados, ambos compartimos el gusto por la luz tenue. Mi suegra dice que vivimos en penumbra, pero nosotros estamos encantados. Preferimos las luces indirectas, esquinadas, y sólo encendemos los halógenos del techo cuando buscamos algo debajo de los sillones. Puede que yo sea más ‘extremo’ que ella, incluso a veces pienso que soy fotofóbico, pero me gustan las casas que inspiran paz. Me he dado cuenta de que cuanto más potente es la luz, más alto hablo y más rápido me muevo. Así que, como debo tener algo de oso perezoso, en mi casa siempre tenemos la luz justa.

sábado, 3 de marzo de 2012

MI BAÑO

Soy Robertto Bagnoli y hasta hace poco era contratenor. Vivía a las afueras de Milán, en un caserón del siglo XVIII que compraron mis padres cuando yo era niño. He pasado media vida girando por el mundo y la otra media encerrado en la casa.
En el segundo piso había un gran cuarto de baño que, dada su amplitud y su especial acústica, me gustaba para ensayar desnudo frente al espejo. Tanto tiempo pasaba allí encerrado que decidí encargar un trampantojo a un artista veneciano con tendencias suicidas, con talento para todo menos para quitarse la vida.
Eliminó los azulejos de toda una pared y en su lugar pintó una selva tropical, de suerte que cada día, al ensayar frente al espejo, me veía como si estuviera en pleno trópico. Un día, pasadas algunas semanas, un ave de colores chillones apareció pintado en el trampantojo. Era un guacamayo o algo así. Surgió mágicamente y lo dejé pasar. Pasado un tiempo, los ojos color caramelo de un leopardo me observaban desde detrás de una palma. Uno tras otro, un buen número de espectadores fueron apareciendo en mi baño.
Comencé a no querer salir de allí. Cancelé entonces la gira y mi representante me llevó a los tribunales. Un médico vino a casa acompañado de un agente de policía venido desde Roma. Rellenaron muchos papeles y me hicieron firmar otros tantos.
Ayer llegué aquí; no sé muy bien dónde. Apenas he podido dormir. He buscado un espejo para cantar pero me han dicho que están prohibidos. Además, en esta habitación acolchada no hay puerta y la acústica deja mucho que desear.

viernes, 2 de marzo de 2012

...Y AHÍ SIGUE...



Wollengasse, 13...
No era una calle, era una carretera, la carretera que unía dos pueblos a cada cual más desconocido, apartados de todo aquello que tuviera que ver con la civilización urbana y cuya referencia en los mapas se limitaba a un puntito negro, una cagadita de mosca. Una zona con aldeas diseminadas, como enfadadas, unidas por los viñedos y separadas por los bosques. Y allí, en medio de la nada, estaba la entrada a Tallherkampf, sin puertas, sin vallas, sin cerramientos, sólo un simple camino de grava diseñado por las rodadas de un Mercedes color hueso de más de treinta años que ostentaba en exclusiva la potestad de transitar por él. Casi.
El cielo amenazaba lluvia y en Austria esa amenaza no cabe duda de que siempre se ejecuta, a cada instante. Además, aunque no llueva, el suelo siempre está mojado, brillante, con el fulgor de una mopa recién pasada. En Austria todo moja; la hierba, los pastos, los guijarros del camino. Hay charcos que son legendarios y que han sido testigos del devenir de la historia de este país. Por un charco cerca de Tallherkampf pasó la comitiva de Hitler al poco de concluir la invasión. Y ahí sigue.

Párrafos de la novela HELMUT, editorial Atlantis. 2011.



jueves, 1 de marzo de 2012

EL OLOR DE LA MEMORIA


Artículo publicado en la sección DECORARTES de CULTURAMAS. Marzo 2012.
Por Rafael Caunedo.

Rafael Caunedo
Mis abuelos tenían una casa en un pueblecito por ahí perdido en la que, de año en año, pasaba algunos días de vacaciones. Era una casa rústica, tan rústica como los lugareños con los que cada tarde te cruzabas paseando por los caminos, sobre todo señoras, de esas que me pellizcaban los carrillos y hablaban a voces. Tenía la casa dos plantas y un jardín con árboles, todos ornamentales menos uno, una higuera, que me surtía de lo que con el tiempo se ha convertido en uno de mis frutos favoritos: los higos. A la sombra de esa higuera me sentaba yo a leer a la hora de la siesta mientras mis abuelos dormían dentro, cada uno en una habitación, refugiándose de la solana. Era una casa fresca, por no decir fría. Andar descalzo por sus pasillos era catarro asegurado, y como te pillara por medio una corriente traicionera, te jorobaba el verano.
Mi abuela cocinaba como las abuelas, sin recetas ni libros de cocina. Empleaba el sentido común y la herencia genética a partes iguales. Todos los días hacía pan, de suerte que la casa por las mañanas olía a tahona. Por más que se abrieran las ventanas, el olor no se iba, como si prefiriera estar allí dentro, al albur de aquel remanso de tranquilidad. Mi hermana decía que se aburría con tanta paz. Yo en cambio, gracias a eso, he crecido con una tendencia enfermiza al silencio. Sólo el canturreo de misa de mi abuela rompía aquel encanto. Lo hacía mientras espachurraba la masa para meterla en el horno. Eran canciones sin letra, o al menos yo no lograba entenderla, una especie de mantra con la que acompañaba el proceso del pan.
Cuando yo aún estaba en la cama, subía cada mañana ese olor a bollo, a pueblo, y mis tripas comenzaban a retorcerse al imaginarse una tostada recién hecha embadurnada de mantequilla y mermelada, nada de aceite, que por entonces no se estilaba. Bajaba dando botes por la escalera, despeinado y con legañas, siguiendo el soniquete de mi abuela hasta llegar a la cocina. Un beso mal dado, rápido y ansioso, para después subirme a un taburete cojo, abrir la alacena y sacar un tazón. Una alacena de castaño, vieja como mi abuela y suave como mi madre. Tantos años en aquella cocina, hicieron que el olor se colora por cada poro de la madera.
Hoy esa alacena está en mi casa, en ella guardo la vajilla y la nostalgia de aquellas vacaciones. Cada vez que la abro, me huele a pan; es como una caja de música que al abrirla suena una canción de mi abuela. Yo no hago pan, ni canturreo mientras cocino, ni en casa hay muebles evocadores. A veces tengo la sensación de que no voy a dejar huella en los objetos que me rodean. Tal vez sea la fugacidad de su existencia, o en la dichosa ‘obsolescencia programada’, pero tengo dudas razonables de que mis hijos, cuando sean mayores, me vean y me escuchen cuando saquen un tazón de algún mueble. Tal vez, eso sí, me asocien a un ordenador y a una silla de oficina, sin olores ni músicas. Tendré que replanteármelo.