lunes, 30 de mayo de 2011

EL SÍNDROME DE DRAVET

La banca cívica (www.bancacivica.es) organizó el sábado un encuentro con entidades sociales que reunió a veinte mil personas. Ennumerar a todas las asociaciones que colaboraron es imposible, y hacerlo sólo con las que recuerdo, dejaría en muy mal lugar a mis neuronas, así que me voy a limitar a comentar el motivo de mi visita. Primero decir que cuando llegué, lo que más me sorprendió fue que aquello parecía una fiesta por todo lo alto. Pero claro, yo iba con mis hijas dispuesto a explicarlas que hay personas con problemas que necesitan nuestra colaboración, y que no tienen los medios necesarios, niños con discapacidades, mayores sin memoria, personas ausentes, etc..., un etc muy largo, demasiado. Y de pronto aquello era música, globos, dibujos, colores, bailes y risas. Se celebraba en Goya, frente al Palacio de Deportes, y la plaza estaba llena de gente, gente en general, todos mezclados: niños down bailando, monitores, personas con parálisis cerebral repartiendo pegatinas y folletos, coros amenizando la velada que luego me enteré que formaban parte de una asociación que se dedica a cantar por hospitales y residencias... en fin, ya sabéis... y todos sonriendo. Pasaban los minutos y ya no tenía que explicar nada a mis hijas, ya todo lo veían por sí solas. Me resulta complicado, eso sí, explicar aquí el revoltijo de sensaciones que se centrifugaban en mi corazón a la vez que paseaba por los stands.
Yo había ido a ver a mi amigo Julian Isla, que es el presidente de la Delegación en España de la Dravet Syndrome Foundation (USA), por cierto que os ruego echéis un vistazo a DSF Europe en Facebook o en www.dravetfoundation.eu. Mientras me explicaba su proyecto, mi cabeza iba asimilando la información con cierta dosis de... no sé... ¿y yo qué?, o algo así. Al cabo de un rato, después de ver todo lo que estaba haciendo aquella gente, una vez comprobada la felicidad que reporta el ayudar a los demás a juzgar por la cara de todos los cooperantes, me vi a mí mismo pensando qué podía hacer yo. Y así surgió la idea. Oye, Julian, y si dono parte de los derechos a DSF. Él no dijo nada pero sonrió, aunque ya me encargué yo de decirle que no se entusiasmara mucho, que yo no era Javier Marías. Da igual, me dijo, lo importante es ayudar. Y entonces rubriqué todo aquello con un abrazo prometiéndole que HELMUT donaba el 50% de los derechos de autor que genere la venta del libro a la Delegación en España de la Dravet Syndrome Foundation.
Pues ya está, ya lo he dicho, espero que sirva para algo.

jueves, 26 de mayo de 2011

EL EXTRATERRESTRE

Ayer fui al cine con mi amigo el extraterrestre. Fuimos a ver una película que dirigió Bob Dylan en los 70. Mi amigo es fan; bueno, más que fan, dice, pero sin llegar a dylanita. Ya sé que suena raro que un extraterrestre sea admirador de Dylan, pero cosas más extrañas he visto.
Mi amigo no es de éste mundo. Nos conocemos desde hace bastantes años, más o menos desde que se enamoró de otra extraterrestre amiga mía. Es un tipo curioso, la verdad, un personaje que va por la vida ajeno a cuanto le rodea. En eso nos parecemos, aunque tengo que reconocer que él domina mucho mejor el tema. Habla lo justo, y como yo hablo menos de lo imprescindible, cada vez que nos vemos somos como dos entes conectados pero independientes. Vamos a conciertos, desde AC/DC hasta Mahler, hemos viajado juntos, cenamos, nos emborrachamos, ¿bailamos?, no, eso no, nos reímos, pero sobre todo nos gusta el cine. A lo mejor es por qué tenemos que estar callados, no creo. Mi amigo, en el cine, se vuelve ameba. De pronto, cuando empieza la película, te das cuenta de que te has quedado solo, que él ya se ha ido, pero no físicamente, sino astralmente. No conozco una capacidad de concentración como la de mi amigo, que puede leer el periódico con tranquilidad encerrado en una guardería.
Pero es que mi amigo es extremo en muchas más cosas, por ejemplo, durmiendo. Tal vez sea lo normal en su planeta, pero aquí en la tierra nadie se quita el cerebro para dormir y lo pone sobre la mesilla. Yo, un día, de viaje, le exploté un globo en la oreja. Ni se inmutó, pero el vecino de habitación me echó la charla. Tal vez a eso se le llame vida interior, no sé, el caso es que debe tener mucha.
A mi amigo también le encanta comer. Ahora se alimenta por sonda pero doy fe que le he visto apretarse un generoso plato de fabada seguido de un descomunal chuletón con patatas a lo pobre. En su planeta no debe haber tales manjares, pobre. Por cierto, nunca habla de su planeta. ¿Tú qué piensas cuando estás pensando?, le pregunto a veces. En mi mundo, dice, y de ahí no le saco. Tampoco insisto porque aquí se le ve feliz a pesar de su problema. No he visto a un extraterrestre con tantas ganas de reír. Generalmente nos reímos de las mismas idioteces, sin hacer ascos al humor absurdo. También coincidimos en el gusto por las mujeres, tema básico en nuestras cenas, y en cuanto a música..., cuento con su discreción para no apabullarme.
El caso es que mi amigo el extraterrestre está chungo. Sí, tiene ELA, esa gran puta. Sé que lee éste blog, por eso últimamente siempre me dice cuando nos vemos: "¿qué pasa?, ¿dónde van a ir hoy el voluble y el tullido?" Pues nada, tío, que me gusta ser tu colega, que me lo paso muy bien contigo y que te quiero.

miércoles, 25 de mayo de 2011

EL ALEMÁN

La única vez que he tenido la mano escayolada fue cuando me la machacó un alemán. Subí al avión con resaca, lo reconozco, porque había estado celebrando la nueva exposición de un amigo. El estómago agradeció la llegada del almax y el cerebro hizo lo propio al sentir la cafeína. Ya estábamos en la pista de despegue cuando noté que el sueño me podía y me quedé dormido cuando ni siquiera teníamos la autorización. Así que todo parecía apuntar a un viaje "corto" y tranquilo. Estaba equivocado. Cuando el avión aceleró, algo me atenazó la mano y comenzó a apretarla. Parecía que tres alicates industriales estuvieran haciendo presión sobre un mismo punto. Me desperté pensando que el avión se había caído. A mi lado, un alemán tan grande como una retroexcavadora, miraba al frente con los ojos tan abiertos que pensé se le iban a salir. No gritaba, pero un siseo salía de su boca a la vez que varios perdigones se quedaban pegados en la bandeja de delante. Primero quise soltarme, luego comencé a patalear y por último me dio por gritar. Lo hice tan alto que hice desaparecer el ruido de los motores en pleno despegue. Todos me buscaban con la mirada, todos menos el alemán, que seguía con mi mano entre las suyas hasta que se apagó la lucecita del techo. Para entonces fue tarde, un huesecillo ya estaba fuera de su sitio. Las azafatas llegaron en comanda. No supe explicarles nada así que dejé hablar al alemán. Verá, lo siento mucho, es que tengo pánico a volar. Joder, pensé, pues uno va al psicólogo. Sonreí lo más educadamente posible pero por dentro me estaba cagando en su padre. La jefa de azafatas me pidió que le acompañara vista la hinchazón que estaba cobrando aquello. ¿Algún médico a bordo? Nada, ni un triste practicante, eso sólo pasa en las pelis. Me vendó ella como pudo. Para animarme, y que se olvidara el dolor, me preguntó si quería volar en cabina. Yo, resacoso perdido, no creí que fuera buena idea, pero acepté por complacer a aquella sonrisa. Uno que es así de bobo. El comandante y el piloto ya estaban al tanto de mi historia, y se notaba, porque no paraban de reír cuando entré. Me senté en una silla plegable. Fue chulo, la verdad, pero el sueño me podía. Me disculpé a los diez minutos y me levanté, pero con tanto ímpetu que me clavé un botoncito del techo en la cabeza. Comencé a sangrar como un cerdo. El resto del viaje lo pasé en business , tumbado, dormido a pierna suelta, y con una azafata encargada de mimarme. Esa fue la parte positiva. Al llegar a Berlín, me escayolaron la mano y me pusieron dos grapas en la cabeza.
Cuando la gente compra billetes pide ventanilla, pasillo, o asientos cerca de la puerta de emergencia. Yo, en cambio, siempre pido que comprueben que no tenga un alemán al lado. Lufthansa tuvo la gentileza de invitarme a un vuelo cuando quisiera. La verdad es que aún no lo he utilizado, no vaya a ser.

sábado, 21 de mayo de 2011

EL AMOR

La primera vez que la vi estaba bailando en vaqueros y sujetador. Nunca pensé que once meses más tarde me casaría con ella. Era un baile sin música, y os aseguro que no estaba poseída ni borracha. Me la encontré en la cuneta de una carretera rural, brincando con espasmos enloquecidos. Yo iba en mi coche, pensando en tonterías, cuando la vi a lo lejos. Imposible, pensé, una tía en sujetador haciendo el idiota ella solita en medio de la nada. Me acerqué a poca velocidad, por miedo a que si la alteraba, podría provocar una reacción difícil de prever. De momento, se movía raro, y eso me mosqueaba. En la mano llevaba lo que parecía ser una camisa blanca con la que estaba dando sacudidas al aire mientras pateaba el suelo. Según me aproximaba pude percibir, cada vez con más decibelios, sus gritos. Era como si se estuviera defendiendo del ataque del hombre invisible. Cuando llegué a su lado vi una moto tirada en la cuneta. Llevaba el casco aún puesto, así que tuve que gritarla para que me oyera. ¡¿Te ocurre algo?!, pregunté sin bajarme del coche por si tenía que salir huyendo de allí. Me contestó algo, seguro, pero no supe qué. Le pedí que se quitara el casco.
Y entonces, como en una película, apareció ella. No recuerdo si fueron dos o tres segundos los que tardé en enamorarme. Nunca me lo reconoce, pero yo sé que conocí antes sus tetas que sus ojos.
Desde aquel día, siempre que vamos en moto, le aconsejo que se ponga prendas por las que no se puedan colar tábanos ni abejorros, no vaya a ser que le dé por repetir el numerito y me deje por otro.

martes, 17 de mayo de 2011

LOS FINALES

Antes de ayer me acosté cansado. En la cama dudé si coger el libro o dejarlo para ocasión más lúcida. Venga, me dije, haz un esfuerzo. Se trataba de una novela francamente entretenida, y estaba a punto de terminarla, faltaba el último capítulo, el famoso desenlace, ese momento álgido en que se puede encumbrar todo lo anterior o tirarlo por tierra sin remisión. Me pesaban los brazos, así que apoyé el libro en el pecho. El capítulo empezó por todo lo alto, con un golpe de efecto genial que al instante me provocó ganas de seguir leyendo sin parar. Cuando llevaba cinco páginas y quedaban otras tantas para el final, me quedé dormido. El libro fue cayendo a cámara lenta sobre el edredón, al mismo ritmo con que se me abría la boca y se me torcía el gesto. Se me puso cara de bueno, como a todos, y más cuando empecé a soñar. Soñé, lo juro, con el final del libro, es decir, continué con la historia mientras dormía. Fue una escena maravillosa, digna del mejor de los directores, una idea original en un guión diseñado para dejar impactado al espectador. Fue, en resumen, un sueño increíble.
Y ahora tengo una duda: no sé si leer el final del libro o quedarme con el mío.
Debería estar prohibido soñar con finales. Ésta noche, sin ir más lejos, he soñado con las elecciones del domingo. Lo reconozco, no me baja la fiebre, tengo sudores, temblores y mi estómago no admite un piñón. Lo mío es un drama. No sé como Rappel lo aguanta tan bien.

lunes, 16 de mayo de 2011

LAS MANÍAS

Yo me muevo en moto por Madrid. La uso a diario para desplazarme por ésta ciudad que, a veces, parece haber enloquecido. Dicen los que se consideran moteros, yo no lo soy, que la moto provoca sensación de libertad. Yo, cuando estoy encerrado en una calle estrecha detrás de un autobús, juro que no me pasa eso. El caso es que para bien o para mal, voy en moto, y lo hago por rapidez y economía, aunque llevo unos meses que también lo hago por una chifladura. Me explico: cuando llego al destino siempre cando la moto, le pongo un chisme de esos que no sé cómo se llaman, una especie de bloqueador en el freno de disco. El caso es que en el llavero siempre llevo tres llaves: una, la de arranque de la moto, y dos más para el famoso bloqueador, con la particularidad que una abre y la otra no. En apariencia son idénticas pero sólo una es la buena. Y aquí viene lo chungo. Si atino a la primera con la llave correcta, es que el día se me va a dar bien. Si la llave es la que no abre, ya puedo ir pensando en que algo se va a estropear.
Este tipo de juegos absurdos empiezan a lo tonto y terminan convirtiéndose en manías muy difíciles de dejar. Yo tengo muchas, pero creo que no debo contarlas para no parecer retrasado mental.
En fin, hoy tenía un compromiso importante, he suspirado al meter la llave, y ha abierto a la primera. Lo sé, es un asco, pero saber que tengo el apoyo de mi candado hace sentirme seguro y afrontar los retos con más garantías de éxito.
Otro día os hablaré del orden cromático de mi ropa en el armario.

martes, 10 de mayo de 2011

EL MOTOR

Esta mañana me ha dado por limpiar el coche. Generalmente lo llevo a una gasolinera de esas que tienen rodillos de espuma que te dejan el coche como nuevo, pero hoy me apetecía ejercer de dominguero en martes, con lo que he sacado la manguera y el Fairy. Sí, ya sé que limpiar el coche con Fairy es una burrada, pero uno es así de básico. Me he puesto a ello super concentrado. De repente, me he dado cuenta que, después de ocho años de convivencia, aún no había abierto el capó del motor. De momento, he tenido problemas para encontrar la palanquita debajo del volante. Me hubiera dado vergüenza recurrir al manual de instrucciones, pero he estado en un tris de hacerlo. He tirado con tanta fuerza que a punto he estado de arrancarla. El capó se ha abierto y lo he levantado como quien descubre un tesoro milenario. Aquello parecía la pieza de un avión. Era increíble, no sabía que mi coche tuviera tanta cosa ahí metida, tanto cable y tanta historia. Me he quedado un buen rato mirando aquel descubrimiento, con la esponja del Fairy goteando en la mano y con la boca abierta de par en par.
¡Qué gente más lista hay en el mundo!, he pensado, por favor. Yo, si me quedara en una isla desierta, me moría del asco sin descubrir nada, seguro.
Después, lo he cerrado, deprimido, y lo he dejado todo a medio hacer, con las ventanillas llenas de espuma y los tapacubos con el mismo barro. Para compensar, al entrar en casa, lo primero que he hecho ha sido buscar en el diccionario qué es eso del delco y para qué vale.

viernes, 6 de mayo de 2011

LOS VIKINGOS


Recuerdo la cara de mi tutor cuando leyó mi respuesta a la pregunta sobre preferencias de futuro. ¿Qué te gustaría ser de mayor? Mis amigos me confesaron sus gustos. Unos cirujanos, otros bomberos, otros astronautas, uno torero, ¿y tú que has puesto? Yo quiero ser vikingo.
La verdad es que siempre he querido ser vikingo. Cuando era niño, por sus aventuras. Cuando era adolescente, por sus rubias pechugonas. Y ahora, ya de adulto, por su pelo. No es que yo esté calvo, no, es que ellos llevaban el pelo como les daba la gana, sin las pijadas de otras épocas, y eso me encanta. Y quien dice los pelos, dice las ropas. ¡Qué gusto da verles corriendo por ahí, gritando hacha en mano, sacudiendo mamporros cubiertos tan sólo por pieles sin curtir! es una maravilla.
Yo le he propuesto varias veces a mi mujer que por qué no nos hacemos vikingos. Ella no está muy por la labor. Yo tampoco la veo mucho, la verdad. Nunca he visto a una vikinga con tanta ropa en el armario. Mis hijas, en cambio, encantadas. Ellas, con tal de no colocar los juguetes, lo que sea. ¡Que sí!, ¡que sí!, me gritan, pero pronto le vuelve la vena urbanita y se ponen a babear al pasar por una tienda de chuches.
Yo no desisto, no creáis, sigo soñando con que algún día seré vikingo, con esa sensación de libertad que transmiten, sin hipotecas, ese espíritu de hacer lo que te da la gana..., no sé, a lo mejor me lo invento, pero siempre he creído que los vikingos eran felices. Será por el cine.
El caso es que se me acaba el tiempo. De momento voy a dejar de usar gomina y desodorante. Hasta es posible que dentro de unos años, cuando vaya con bastón por los jardines de una residencia, me dé por sacar el hacha y dejarme melenas para rendir culto a Odín y entrar en el Barjala, ese bar estupendo del Valhalla.

miércoles, 4 de mayo de 2011

LA ESGRIMA

Cuando yo era pequeño, mi padre se empeñó en que aprendiera esgrima. Por más que le pedí que me cambiara a judo, como los demás, él insistió en el noble arte del florete. Pero papá, ¿dónde voy yo con esto?, le decía enseñándole un sable de octava mano; tú calla, hijo, y ponte la protección. Toda la tarde con la cara tapada, viendo borroso a través de aquella malla, con ese peto ortopédico y una cozoleta horrible en la entrepierna. Un espanto, vamos.
Un día, la chica que me gustaba entró en el gimnasio, y no me miró. Bueno, ni me vio, porque se fue directita a dónde estaban los de kárate, atraída por aquellos gritos tan varoniles que se oían al fondo. Y yo allí, con mi espadita, disfrazado de espermatozoide reumático, mirando cómo se iba con el bestia de Raúl J.R., un asqueroso al que odiaba desde párvulos, un chulo redomado que siempre fardaba del color de su cinturón.
Una mañana, en el recreo, tuve una mala experiencia con él. Le pillé husmeando en mi cartera y robándome mi colección de ciclistas. Le pedí que me los devolviera, y para intimidarle me coloqué en la perfecta posición del tirador, o sea, de perfil, piernas flexionadas y abiertas, brazo trasero doblado en alto y el otro en posición de ataque, pero sin sable. Dámelos, le dije, con la vocecita de Joselito. Su respuesta fue un grito a lo Bruce Lee que acabó conmigo volando por encima de tres pupitres.
Se llevó los cromos y a "mi" chica. Hoy están casados, tienen un niño, un cafre que se come las galletas a puñados.
Yo aún busco pareja, alguien sensible a quien le guste la esgrima.

martes, 3 de mayo de 2011

LA URNA

Hace años que tengo alquilado un apartamento en el centro. Cuando me lo enseñaron, estaba vacío, tan sólo quedaba una cosa que ni los propietarios, ni los transportistas, ni los de la reforma, ni los de la limpieza, ni los anteriores inquilinos, se habían atrevido a llevársela. Estaba en el suelo, en la esquina más cercana a la terraza. Era una urna, pero no de esas que se utilizan en las elecciones para votar, sino de las otras, de esas que suelen contener lo que queda de nosotros después de pasar por el horno.
El apartamento era ideal, perfecto para lo que necesitaba, pero al principio, aquella cosa me daba mal rollo. A pesar de ella, me lo quedé, eso sí, con la idea de tirarla en cuanto pudiera.
Un día la abrí para comprobar si tenía inquilino. De aquello han pasado cuatro años y aquí sigue, desde entonces he sido incapaz de volverla a tocar. La verdad es que me hace compañía mientras leo. Es muy tranquila, su conversación es muy inteligente y, además, es prudente y puntual. Lo mejor es que me cuida la casa cuando yo no estoy. Comer, come poco, pero cocina como los ángeles.
Hoy he organizado una fiesta en su honor para ésta noche y he invitado a todos sus amigos. De los míos, sólo me ha confirmado mi psiquiatra. Será divertido.