jueves, 29 de diciembre de 2011

PÁNICO

Cuando lo vieron ya era tarde. Los frenos habían bloqueado la dirección.  Llevaban meses intentando esquivarlo pero cada día se lo encontraban. Siempre igual. Ana se tapó la cara para no verlo mientras un grito ahogado salía de su boca. Rafa, aferrado al volante con fuerza, no daba crédito. No podía ser.
Pero era cierto, allí estaba, no había manera de darle esquinazo. Por más que le insistían, siempre tenían que darle algunas monedas a aquel hombre desdentado que les miraba con cara de pocos amigos mientras les limpiaba el cristal aprovechando el semáforo en rojo.

domingo, 25 de diciembre de 2011

EL DÍA D

De pequeño, mi hermano Cloude no era de fiar. Hoy es miembro del Tribunal Supremo, pero esa es otra historia. Somos del norte, de Normandía, y nuestro juego favorito era, influidos por las batallitas de los abuelos, el de la guerra. Cloude era el mayor, así que siempre elegía ser el americano. A mí me ponía un brazalete con la esvástica hecho de cartulina y me obligaba a esconderme detrás del último parterre del jardín. Él, desembarcando en "Omaha beach", salía arrastrándose por el porche, armado con el palo de un rastrillo hasta llegar dónde estaba mi nido de ametralladora. Yo debía tener muy mala puntería porque nunca le daba. Llegaba hasta mí con facilidad y yo tenía que rendirme sin resistencia. Después me metía en la caseta de las herramientas, su cuartel general, y me ataba a la segadora. Un día que nuestros padres habían ido al teatro, me dejó toda la tarde allí metido. Cuando llegaron, mi hermano estaba dormido con la tele encendida y yo amordazado en el jardín muerto de frío. Mi padre nunca le regañó; tenía muy claro que los nazis, ni jugando, tenían derecho a nada.

viernes, 23 de diciembre de 2011

LA MEDALLA

Mi abuelo era el homenajeado de la noche. Iba a ser condecorado por el alcalde en un acto en su honor celebrado en el ayuntamiento. Fue un acto sencillo; la simple entrega de un diploma por ser un 'ciudadano ejemplar' al devolver un maletín extraviado con cien mil euros, y la correspondiente medalla colacada por el mismísimo alcalde. Todo iba según lo previsto hasta que llegó el momento de la dichosa medalla. El alcalde, cuyo ayudante había olvidado dónde había dejado sus gafas, tanteaba con mirada turbia el pecho de mi abuelo en busca de la solapa del traje. La encontró al tacto, pero al ir a colocarle la condecoración, tuvo la mala suerte de no acertar a la primera y pellizcó la tetilla del homenajeado. 
   Todas las cenas de nochebuena nos cuenta la misma historia, pero lo que nunca nos aclara mi abuelo es dónde está el resto del dinero y cuánto se quedó el alcalde.

martes, 20 de diciembre de 2011

LA MUJER DE MI VIDA II


Ayer vinieron a casa a cenar mis vecinos, A. y P., un matrimonio genial que sólo tiene un defecto: están empeñados en buscarme pareja. Se presentaron con una amiga suya, una dentista de metro ochenta, divorciada. Hasta ahí, bien, pero ni A. ni P. conocen mis trampas. Ayer tocó la del cuadro torcido. Sólo he colgado un cuadro en mi vida, hace años. Hay gente predestinada al bricolaje; yo no. Es el cuadro que tengo encima del piano, cuyo protagonismo es más que evidente. En fin, así se quedó y ahí sigue. La dentista era francamente agradable, simpática e inteligente. Pasamos al salón después de la cena para tomar una copa ya sentados en el sillón. A., para hacerme quedar bien, me pidió que tocara 'algo' al piano. La escena era muy peliculera. Yo allí sentado con cara de interesante y la candidata de pie, a mi lado, apoyada en el piano y con una copa de vino en la mano. En un momento dado ocurrió lo peor: sin ninguna consideración, dejó la copa sobre la impoluta laca del piano y con un dedo índice escrupulosamente equilibrado, quiso nivelar el cuadro. En ese momento, una nota discordante rompió el encanto. A. y P. se miraron y tacharon otro nombre en su agenda.

lunes, 19 de diciembre de 2011

LOS CALCETINES DE ROMBOS


A mí no me gustan los calcetines de rombos. Sé que combinan con todo pero reconozco que los tengo manía. Una de tantas. El otro día, en mi cajón de los calcetines, apareció un par. Pensé al principio que eran de mi mujer, de esas cosas que se compra para un fin de semana y luego no se pone jamás. Estaban hechos una bola, colocados como el resto. Los desplegué y resultó que eran de hombre. Durante la comida se los enseñé y me dijo, apurada, que no sabía de quien eran. Tras unos segundos de duda y tribulación, mi hija mayor confesó que su novio había estado con ella el fin de semana en casa. Ahí terminó el asunto de los calcetines de rombos, o, al menos, hasta ahí quise saber. Sin embargo, pasados los días, algo ha hecho que los recuerde. Mi mujer, siempre miedosa con los peligros de la carretera, me ha propuesto que le compremos un coche a M. para ir a la facultad.

jueves, 15 de diciembre de 2011

ME SIGO ARREPINTIENDO



Vivía en la casa de al lado. Era un tipo bajito, feo y arisco, con gesto seco. Hablaba poco y a voces, y cuando lo hacía no daba pie a la réplica. Nuestros padres eran amigos así que crecimos juntos. De niños, no solía compartir sus juguetes. En cambio, se ofendía si no le dejaba los míos. Iba a su casa por obligación; cuando mis padres salían a cenar me dejaban allí. Adolf, que así se llamaba, venía a la mía cuando eran los suyos quienes salían. Fuimos también juntos al colegio y a la universidad. En segundo de carrera se dejó bigote. Comenzó a leer libros raros. Mientras el grupo de amigos nos íbamos a beber cerveza, él se quedaba leyendo ensayos sobre pangermanismo. Nunca le conocimos novia alguna. Un día fuimos de excursión al lago de Gmunden. Nos repartimos entre las barcas y a Adolf le tocó conmigo. Recuerdo que llevaba camisa y pantalón de verano caquis. Mientras yo remaba, él se limitaba a apartarse su ridículo flequillo de los ojos. Apenas me hablaba, le bastaba con observar el paisaje con mirada altiva. Nuestros amigos comenzaron entonces una batalla naval. Los piratas abordaron nuestra barca y Adolf cayó al agua. Gritando despavorido pedía auxilio levantando los brazos mientras confesaba que no sabía nadar. Me tiré sin pensarlo. Le subí al bote y le salvé la vida.
Hoy, cuando ya la muerte me está rondando después de tantos años, me sigo arrepintiendo de aquello.

L LENGUA M YA



En la lengua maya no existe la palabra "imposible", por lo que tamp co existe el concepto. O sea, no hay nada que no se pueda conseguir. Es el poder de las palab as. Yo, aquel día, quise imitar a los mayas e ignorar el concepto imposible. La llamé por telé ono. Me dijo que no antes de colgarme. ¿Que no qué? Que no, simplemente, que no a todo, como en los test. Entonces... ¿que harían los mayas?, ¿volverían a llamar? Lo dudé un rato antes de presentarme en su casa. Salió al jardín y no me dejó pasar. Me puso una mano en el p cho y me empujó hacia atrás. Dijo que estaba oc pada. Pero oye, que soy maya, la dije. Me tomó por loco. Insistí ent nces ya metido en el papel, pero con el portazo que dio se me quedaron tres dedos dentro del jardín, a sus pies. Por eso os pido disculpas si notáis la falta de algunas letras; necesito tiempo hasta que me acostumbre a escribir con las falanges.

jueves, 1 de diciembre de 2011

LA MUJER DE MI VIDA I


La primera noche que conseguí que viniera a mi casa, ya me di cuenta que tampoco iba a ser la mujer de mi vida. Recuerdo ir en el coche sin poder evitar mirarla las piernas. Quería llegar cuanto antes. Ya en el garaje me ofreció su primer beso, que no fue más que una oferta de coito sin garantías de éxito. Subimos en el ascensor intentando desabrocharnos el mayor número de botones. Todo parecía marchar bien hasta que llegamos a mi habitación. Yo, por un lado de la cama, me desnudé a velocidad de sprinter dejando todo tirado por el suelo según me aconsejaba la excitación. Al girarme ya dispuesto a lo que fuera, la vi a ella doblando su ropa con mimo y esmero encima del sillón, a cámara tan lenta como desesperante. Iba colocando cada prenda por orden de tamaño, y al llegar a la camisa se plantó frente a mí y me pidió una percha. Llegados a ése punto, me di cuenta que aquella tampoco iba a ser la mujer de mi vida.

EL FAVOR


Hoy he pasado el día en Estocolmo, caminando sobre la nieve, bordeando el lago Mälaren. He sido testigo de una conversación entre un compositor septuagenario francés y su esposa, una mujer mucho más joven que él, de Barcelona, a la que ha pedido un favor. Al escucharles, no he podido evitar sentir angustia porque...
Perdón, alguien llama a la puerta, creo que es el pedido de Mercadona. Luego sigo escribiendo la novela.