miércoles, 14 de marzo de 2018

ME GUSTA/ NO ME GUSTA (otro más)


Me gusta el sonido al descorchar una botella de vino. Me gusta dejar recuerdos en los libros que he leído. Siento debilidad por el chocolate negro con menta. Flaqueo cuando una mujer me sonríe. Me gusta que un pájaro rompa el silencio del bosque; solo uno. Me enternece la mirada de mi perra. Me gustan las voces roncas y gastadas, de ellos y de ellas, las trompetas con sordina y los coches sin claxon. Me gusta la piel del interior de tus muslos. Me gusta caminar por casa mientras me cepillo los dientes. Me gustan los pianos sin cerradura en la tapa y las ventanas con vistas a ninguna parte.

No me gustan los yogures con tropezones, los árboles recién podados y las rosas sin espinas. No me gustan las chimeneas de mentira; odio las chimeneas de mentira. No me gusta el temblor de manos de mi padre. No me gustan las mujeres demasiado peinadas, ni los paraguas de los chinos. Me aburren las sagas, las series, las segundas partes y los finales abiertos. No soporto la guinda de la tarta. No me gusta llorar en público. Odio que me pidan que baile o que cante, suplicar besos y cocinar para muchos.

lunes, 12 de marzo de 2018

YO Y LO QUE SALE DESPUÉS


Soy ese que no ve el charco cuando camina. No veo el charco, sino el cielo que refleja. Soy un iluso, un prófugo de esta vida buscando otra. Si me miro desde fuera veo a un tipo absurdo y contradictorio. Me conformo con poco, así que soy asequible y cercano, aunque tiendo al aislamiento. Yo me siento independiente, aunque a veces peco de autismo asocial.
Vivo en otredad, con la duda diaria de cómo me levantaré. Me veo reflejado en un poliedro de espejos. Un ente, un alien...yo no soy yo, sino lo que los demás ven en mí. Soy un electrocardiograma, un rayo en la tormenta, un ziz zag, un siete en el pantalón, un tipo nada recto, ni lineal. Variable, voluble, complejo y silencioso. Hablar de mí me confunde, así que no creas nada de lo que te acabo de contar.

miércoles, 7 de marzo de 2018

LA PERSPECTIVA DE LA BELLEZA


Hace frío. La nieve se acumula en la base de los muros de piedra orientados al norte. Los carámbanos cuelgan del alero como sables a punto de caer. El viento gélido busca cobijo intentando infiltrarse bajo su bufanda. Se para frente a la casa, esa casa a la que no entra desde que ella se fue, y nota como una lágrima se congela en su pómulo.
Enio vive en la ciudad y cada sábado llega hasta ese lugar perdido en la montaña donde los dos rehabilitaron un pajar para convertirlo en su refugio. Siempre se acerca con temor. Sus huellas quedan hundidas en la nieve detrás de él llegando hasta el todo terreno del que acaba de salir. Plantado allí, con las manos en los bolsillos del abrigo y los hombros encogidos, mira la puerta de doble hoja que ambos rescataron de un derrumbe. Recuerda el esmero con que ella la restauró, manteniendo la cerradura original, tan antigua que ya no se hacen llaves que la hagan revivir. La dejaron de adorno, solo por estética. “Porque es bonita”, dijo ella, “solo por eso”.
Enio avanza, hunde los pies en la nieve virgen, y se agacha para mirar por la cerradura, como cada sábado desde que ella se fue.
Me gusta el mar desde la costa, pero no me gusta navegar. Suelo venir por las tardes a los acantilados, con mi libro y mis ganas de evasión. Hoy hemos venido todos: Sofía, yo y los niños. Los oigo detrás de mí, reír, gritar, llamarse. Me gusta escuchar sus voces mientras miro el mar. Las olas rugen abajo estallando contra la roca. Aquí arriba, el sol tiñe de naranja mi camisa de lino blanco, abierta y descuidada. El atardecer es ese momento en que la vida para por unos segundos y la belleza lo pinta todo de colores, hasta los sueños.
Sofía sabe que me gusta ese momento y se sienta a mi lado para compartirlo. Su pierna se apoya en la mía y siento como su calor traspasa la tela de mi pantalón. La miro. Se aparta un mechón de pelo que el viento le ha pegado a los labios y se lo coloca detrás de la oreja, para que al instante vuelva a soltarse.
“Qué bonito es esto”, dice. Para Sofía todo es bonito. Lo que creo es que no ve lo feo; o no quiere verlo. Los dos miramos a lo lejos, a la línea del horizonte donde un barco pesquero acaba de encender una luz. “¿Te gustaría estar en ese barco?”, le pregunto. Lo piensa un rato. “No”, dice por fin, “me gusta si solo lo miro desde lejos. Seguro que el marinero mira a los acantilados aturdido por su belleza a esta hora. Tal vez nos vea a nosotros y nos envidie”.
La belleza es perspectiva, pienso. “Tomar distancia embellece”, le digo, “solo quiero tenerte cerca a ti”.
Siempre me han gustado las manos de Sofía cuando se juntan con las mías. Y sus labios. De cerca; tan cerca que no los puedo ver, solo sentir. Con Sofía las distancias siempre tienen que ser cortas, al contario que los barcos. Me gusta el olor de la crema de cuerpo cuando se mete en la cama, el orden de su armario y cómo se le achinan los ojos cuando sonríe. Ahora calla, solo contempla la belleza del mar. Ambos sentimos que nos nutrimos de ella; es la energía positiva de lo bello. Una gaviota traza una línea frente a nosotros, partiendo la imagen en dos. El sol se va, y nosotros con él.
Sofía se levanta primero, se sacude las briznas de hierba seca de sus vaqueros, y me ayuda a levantarme. No lo necesito, pero me gusta que me ayude porque así puedo abrazarla. Los niños nos ven y vienen hacia nosotros. El pequeño se abraza a mi pierna. El mayor ya nos abarca a los dos, a Sofía y a mí. Cómo pasa el tiempo.
Y es así como me imagino la felicidad: el momento sublime en que todo es eso y nada más que eso. Nosotros y lo bello.
 Le falta el aire y se separa de la cerradura. Se incorpora con la rapidez que le permiten sus achaques. Es incapaz de seguir mirando por hoy; volverá el sábado que viene. Tal vez lo haga con sus nietos. Le gustaría que conocieran a su abuela, que vieran su sonrisa y que la dijeran que, aunque no la hayan conocido, la echan de menos. Como él.
La belleza es una cuestión de perspectiva, piensa, de distancia, pero tú estás demasiado lejos. Quisiera abrir esa puerta y quedarme contigo. Después, se da la vuelta despacio y, pisando sobre sus huellas en la nieve, vuelve al coche y se aleja carretera abajo.

LEMMY

Al poco tiempo de mi llamada de emergencia, llegó caminando por el andén un tipo joven, flaco, alto y desgarbado, con el uniforme gris dos tallas por encima de la suya. Desmadejado en el andar, parecía de todo menos guardia jurado. Su imagen no imponía autoridad, por mucha porra que llevara. Lucía coleta hasta media espalda, sujeta con una goma, y patillas, tan largas que empalmaban con el bigote, haciendo una curvatura sinuosa y simétrica en la cara. La barbilla, libre de pelo, resaltaba por su color rosáceo. Tenía los ojos pequeños, chisposos, como recién fumados.
Tras ayudarme a poner la denuncia del robo, le invité a tomar un café. Resulto ser muy hablador, de esos que cogen confianza a los dos minutos. Me dijo que estaba cansado de su trabajo
─Soy segurata porque no me queda otra. En realidad, toco el bajo en un grupo, pero de momento no hemos cuajado ─dijo mientras se desabrochaba dos botones de la camisa para dejar ver una camiseta negra de los Motorhead─. Cada día, cuando vengo a currar, lo único que quiero es que acabe la jornada sin líos para irme a tocar.