Estaba de vacaciones por el sur
de Francia, callejeando con las manos en los bolsillos por aquel pueblo que olía
a pan. El empedrado del piso me transportaba a otra época en la que los cascos
de los caballos resbalaban los días de lluvía. Caminaba por la acera de la
sombra, con espíritu inactivo, imaginando cómo sería vivir en un lugar así,
apartado del mundo. Era un pueblo tan pequeño que cuando me di cuenta ya estaba
fuera. Me di entonces la vuelta y volví sobre mis pasos, pero por la acera del
sol. ¿De qué vivirá esta gente?, me preguntaba con envidia.
Cuando mi poco dotado cerebro
cavilaba sobre las distintas posibilidades de montar un negocio allí, el sonido
de una campanita llamó mi atención. Provenía de una calle perpendicular a la
principal, una callecita tan estrecha que su calzada no recibía la luz del sol.
Al fondo vi un cartel de madera y hierro oxidado. Antiquités, decía. Me
animé a adentrarme en aquel pasadizo para traspasar el umbral a otro mundo.
La campanita volvió a sonar al
abrir la puerta. Olía a cera, a madera y a desván. Nadie salió a ofrecerme su
atención. La tienda estaba repleta de muebles, cuadros, lámparas, escafandras,
máquinas de todo tipo, esculturas, vajillas…, y todo iluminado con bombillas de
escasa potencia distribuidas en cualquier parte. Me vi de pronto caminando
entre muñecas de porcelana, de esas de las películas de miedo, segadoras de
principios del XX, partituras ajadas y cuberterías de plata amarillenta.Tuve la
sensación de que el tiempo no corría al ver todos los relojes parados colgando
de las paredes. Entonces me pareció oír las notas de un piano, muy bajito, al
fondo. Era un local lleno de recovecos y cuando creías que terminaba, aparecía
otro en una esquina. Me orienté de oído y fui hacia Eric Satie. Me encontré con
un hombre de mi edad, con mi barba, despeinado con mi estilo y tomando un té
como yo suelo hacer. No me vio, tan absorto que estaba en su libro.No quise
molestarle. Sentí envidia, lo reconozco. Tal vez él estuviera harto de estar
allí; no sé si tendrá problemas económicos; puede que esté deseando largarse al
Caribe. No sé, pero la sensación era que no le hacía falta el mundo.
En ése estado tan zen, me
encontré de pronto, antes de irme, con una lámpara en una esquina. Era de cerámica
pintada a mano, cuarteada por la base, con la pantalla torcida y algo quemada
por un lado. Quise encenderla. Tenía un interruptor de perilla, como los que
tenían mis abuelos, amarillo y algo pegajoso. La encendí con prevención no
fuera a estallar la bombilla. Pero no. Al momento quedé prendado.
Compré su luz, no compré la lámpara,
compré su luz.
Hoy la uso en mi casa asturiana. La dejo encendida
cuando estamos fuera. Se ve desde fuera a través de la ventana y da la sensación
de que Satie suena dentro y de que alguien lee evadido del mundo mientras toma
un té.
Tal vez por eso suelo comprar sillas desparejadas y mesas que cojean.
Tal vez por eso suelo comprar sillas desparejadas y mesas que cojean.
Fantástica historia, Rafael. Me ha encantado.
ResponderEliminar...viniendo de ti, es doble halago...
ResponderEliminarQue relato tan bonito, callejeando por un pueblo que olía a pan. Yo también lo he disfrutado. Un saludo
ResponderEliminar...como yo con tus historias... gracias, Concha...
ResponderEliminarEs lo más parecido a un hermoso viaje astral a través del tiempo y los recuerdos...¡precioso!...
ResponderEliminar¡Vaya juego de luces y de encanto en este relato, Rafa!...
Besitos y Feliz 2012 a todos los caunedianosss...