En
1983 me destinaron unos meses a la embajada española en Helsinki. Se trataba de
reforzar los lazos culturales con los finlandeses para atraer turismo. Y yo,
que en aquella época estaba viviendo a pleno pulmón la movida madrileña, no me
podía ir sin mis discos de Gabinete Caligari, Radio futura o Golpes bajos.
Era
febrero, y febrero en Helsinki es un mes chungo. Salir del Rockola hacía unos
días y verme de pronto en aquellas calles heladas fue algo que me afectó mucho.
Para solucionarlo quise exportar ‘la movida’ y hacer una fiesta en mi recién
alquilada casa de madera. Vinieron todos los de la embajada y bastantes
finlandeses que no había visto en mi vida y que jamás volvería a ver. Pronto
los españoles ya estábamos dando botes, bailando y cantando a voz en grito
aquellas canciones que nos llenaban de vida. Los finlandeses, mitad robots,
mitad vikingos, nos miraban sentados haciendo pandilla en una esquina.
El
agregado cultural terminó vomitando en la sauna y el embajador, guardando las
formas, le dio por esconderse en la buhardilla para hacer el amor con su mujer
recordando sus tiempos en España. Recuerdo las miradas de los fineses,
temerosos de que aquello fuera el inicio de una invasión.
Desde
aquel día, mi casa se constituyó como lugar de reunión para fiestas y partidos
de fútbol. Los lazos culturales se reforzaron, sí, pero gracias a que comencé a
salir con una cantautora finlandesa a la que conseguí una pequeña gira por los
garitos de Madrid. No era precisamente la alegría de la huerta, pero daba mucho
calorcito por las noches.
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