Mi
asiento era el C-9, en ventanilla. Ya estaba sentado y con el equipaje de mano
en su compartimento cuando en el C-8 se sentó un hombre con problemas de
obesidad. Era un norteamericano que educadamente me preguntó si tenía
inconveniente en levantar el apoyabrazos que separaba nuestros asientos. Era
tal su volumen que ocupó su plaza y parte de la mía, con lo que quedé casi aplastado
contra la ventanilla. Por delante diez horas hasta llegar a Nueva York. Tenía
cara de buena persona, de suerte que cuando me pidió disculpas por la
incomodidad, no pude más que sonreírle quitándole importancia.
Durante
el vuelo quise dormirme para acortar aquel suplicio. Quedé profundamente dormido,
más por la falta de aire en mis pulmones que por cansancio, hasta el punto de
no despertar a pesar de las turbulencias sobre el Atlántico. Una de ellas tuvo
que ser especialmente fuerte porque cuando desperté, me encontré recostado
sobre mi acompañante, con la cabeza apoyada en su blanda barriga, igual que un
niño, babeando sobre la pernera de su pantalón.
Le
pedí disculpas recomponiéndome en mi asiento. Durante el viaje no hablamos, tan
sólo intercambiamos un par de disculpas, pero debo decir que fue uno de los
mejores vuelos de mi vida. Cuando la azafata anunció la llegada al aeropuerto
JFK me dio hasta pena. Fue maravilloso.
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