lunes, 18 de junio de 2012

EL VUELO AA-78786

Mi miedo a volar viene de lejos. Ni el curso de Iberia para quitarlo ni las sesusas sesiones con un psicólogo experto en estas lides han logrado evitarlo. Sólo una cosa me funciona: el tranquimazín. Lo llaman sedante, pero para mí es la mejor de las drogas.
Volaba de Río a Los Ángeles. Ya estaba dentro del avión, sentado en mi sitio y con el cinturón de seguridad cortándome la respiración cuando el resto del pasaje ni siquiera se había acoplado. Las manos me sudaban como siempre hacen antes de despegar. Lo mejor.... un chute. Me lo tomé en el mismo momento en que por los altavoces del avión escuché: "Por leve problema técnico en el sistema eléctrico, les rogamos hagan el favor de abandonar la nave. La reparación esperamos sea lo más rápida posible. Les rogamos mantengan el resguardo de su tarjeta de embarque".
Desde la terminal mandé un SMS a mi mujer: "Vuelo retrasado". Ya las últimas letras las veía borrosas porque el tranquimazín empezaba a hacer de las suyas. A los dos minutos estaba con las gafas torcidas, la boca abierta y algo de babilla acumulándose en la comisura de los labios.
Me despertaron las sirenas de los bomberos y un tropel de policias corriendo por el aeropuerto. Habían pasado tres horas. La gente corría sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Una pantalla de televisión estaba dando la noticia del accidente. El vuelo AA-78786 con destino Los Ángeles había explotado en la maniobra de despegue en el aeropuerto de Rio de Janeiro. No había supervivientes.
Sentado allí mirando las llamas, aturdido por el sedante, me quedé mirando el resguardo de mi tarjeta de embarque. Entonces lo hice. Saqué mi móvil y le quité la tarjeta. Después lo dejé en el suelo y le clavé el tacón de mi zapato para dejar sus restos esparcidos por distintas papeleras.
Espero que mi mujer se acuerde de mi seguro de vida y me haga un buen funeral.

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