La primera vez que la vi estaba bailando en vaqueros y sujetador. Nunca pensé que once meses más tarde me casaría con ella. Era un baile sin música, y os aseguro que no estaba poseída ni borracha. Me la encontré en la cuneta de una carretera rural, brincando con espasmos enloquecidos. Yo iba en mi coche, pensando en tonterías, cuando la vi a lo lejos. Imposible, pensé, una tía en sujetador haciendo el idiota ella solita en medio de la nada. Me acerqué a poca velocidad, por miedo a que si la alteraba, podría provocar una reacción difícil de prever. De momento, se movía raro, y eso me mosqueaba. En la mano llevaba lo que parecía ser una camisa blanca con la que estaba dando sacudidas al aire mientras pateaba el suelo. Según me aproximaba pude percibir, cada vez con más decibelios, sus gritos. Era como si se estuviera defendiendo del ataque del hombre invisible. Cuando llegué a su lado vi una moto tirada en la cuneta. Llevaba el casco aún puesto, así que tuve que gritarla para que me oyera. ¡¿Te ocurre algo?!, pregunté sin bajarme del coche por si tenía que salir huyendo de allí. Me contestó algo, seguro, pero no supe qué. Le pedí que se quitara el casco.
Y entonces, como en una película, apareció ella. No recuerdo si fueron dos o tres segundos los que tardé en enamorarme. Nunca me lo reconoce, pero yo sé que conocí antes sus tetas que sus ojos.
Desde aquel día, siempre que vamos en moto, le aconsejo que se ponga prendas por las que no se puedan colar tábanos ni abejorros, no vaya a ser que le dé por repetir el numerito y me deje por otro.
Algunos encuentros son brutales y este es genial, que bueno. Puedes darle las gracias a los tábanos.
ResponderEliminar... la vida casi siempre sale bien si no la planeamos... a veces, la improvisación nos regala sorpresas agradables...
ResponderEliminarAzar, estupendo en este caso.
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