En navidad, iba andando por la quinta avenida y me crucé, hombro con hombro, con Felipe González. Iba hablando con un amigo y detrás, sus parejas. Caminaban despacio, charlando, con las orejas rojas por el frío, como todo el mundo. Porque claro, Felipe González también es "mundo". Acostumbrado a verle rodeado de gente, periodistas y guardaespaldas, de pronto le vi allí, despeinado por el viento, con los zapatos hechos unos zorros, con cara de estar deseando un café caliente y llegar a un lugar dónde poder quitarse tanta capa de ropa. Vamos, como yo, como aquel, el otro, ese de allí y todo el "mundo" que andaba por Nueva York en ese momento. Pasó a mi lado, le oí la voz, su acento andaluz y pensé: ¡qué coñazo es ser famoso!
Pensé en lo a gusto que iba ese hombre andando por allí, con las manos en los bolsillos, sin escoltas, policías, acólitos y partidarios. Allí era Felipe, un español de vacaciones.
La palabra famoso está muy devaluada. La fama, hoy día, es una bagatela al alcance de cualquier descerebrado que esté dispuesto a dar gritos en un plató de televisión.
Me da pereza sólo con pensarlo.
Como dijo Montaigne: "estoy ansioso por darme a conocer, y en qué medida me resulta indiferente, siempre que realmente ocurra", y eso lo dijo él, que fue filósofo, escritor, humanista, político y moralista. Lo mismo que otros que yo me sé.
...y la frase de Montaigne tiene casi cinco siglos...
ResponderEliminarPues eso, un auténtico coñazo. El anonimato, el confudirnos con cualquiera, nos hace libres, eso no debemos perderlo de vista.
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