Fuimos a su casa. Me dijo que había comprado el sillón por la mañana y me senté para probarlo. Bostecé. Ella lo hizo después. Era muy tarde y estábamos cansados. Cuando empezó la noche no pensé que la conocería. El contagio del bostezo fue nuestro primer
acto de complicidad. Puso los pies sobre la mesa y yo, seguro de que no iba a
encontrar oposición, hice lo mismo. Quedó el luto de mis calcetines
negros al lado del jovial arcoiris de los suyos. Mis pies eran finos
y largos, huesudos comparados con los de ella. Me parecieron
grotescos a su lado, unos pies infortunados, como de esqueleto. Quise apartarlos pero ya no tenía fuerzas. Nos dormimos y esperamos que amaneciera.
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