El champán sabe mejor si te lo pagas tú
mismo, eso decía mi madre en una de sus pocas lecciones mundanas. Ella bebía
champán muy rara vez, sólo en fiestas y en los descansos de los conciertos. Lo
hacía a sorbitos, no como Flavio, que abría la boca para que cupiera la copa de
un trago. Flavio era la demostración fehaciente de que la carencia de modales
podía resultar atractiva, a juzgar por su éxito con las mujeres. Además, el
alcohol no le acorchaba la lengua ni le aturdía el cerebro, más bien lo
contrario, con lo que era habitual salir dos y volver tres.
Raramente cuatro.
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