Por Rafael Caunedo.
Me llevó a un restaurante que ella conocía. Yo había pasado por su puerta miles de veces pero nunca me había dado por entrar. Es uno de esos que tienen grandes cristaleras que dan a la calle, una calle comercial y vistosa, de las que lucen mucho en navidad. Cualquier persona que pasee por la acera puede ver al detalle hasta la última mesa del local. Siempre que paso por allí pienso que algo falla.
Es un mal generalizado y muy común. Hay restaurantes que parecen estudios de rodaje, como este que os cuento, que en cuanto entras, tardas unos segundos en acostumbrar la vista a aquel despliegue de luminotecnia. Es el ‘mal de las bombillas de bajo consumo’ . Que sí, que gastan menos, pero su luz es horrible. Claro que también depende de cómo se usen. Hay negocios que se gastan una millonada en poner cemento pulido en el suelo, madera tratada en las paredes, sillas de diseñazo y camareros supermajetes con patillas de hacha e inglés perfecto, pero que de pronto lo estropean todo con tanta luz y tan mal distribuida. No sé por qué, pero se empeñan en poner luz a tutiplén, que no se note que estamos en crisis, y colocan por todas partes unas bombillazas blancas de luz de oficina.
El resturante al que ella me invitó por mi cumpleaños es, además, blanco, de modo que aparte de salir moreno, al entrar tenías lasensación de estar accediendo a la morgue de un hospital. Mientras cenas, la gente de la calle te mira a través del escaparate esperando ver a los protagonistas de la película.
En Europa esto no es así casi nunca. Los restaurantes suelen tener un toque intimista, incluso a veces dudas si estará abierto, acostumbrado como estás a los de España. Es como si las bombillas de bajo consumo fueran también de baja intensidad. No es extraño, además, que se añadan velas. Seré idiota, pero a mí las velas me encantan, y no sólo para cenas de parejita, sino también para las familiares, e incluso las de negocios. Prefiero eso a un foco de las SS encima de la cabeza.
La luz me estresa, así que aquel día cené rápido. Eso sí, en el segundo plato la pregunté si se quería casar conmigo y, de la emoción, nos fuimos sin pedir el postre. Teniamos ganas de estar solos e irnos de aquel ‘anuncio’.
Pasados los años, ya casados, ambos compartimos el gusto por la luz tenue. Mi suegra dice que vivimos en penumbra, pero nosotros estamos encantados. Preferimos las luces indirectas, esquinadas, y sólo encendemos los halógenos del techo cuando buscamos algo debajo de los sillones. Puede que yo sea más ‘extremo’ que ella, incluso a veces pienso que soy fotofóbico, pero me gustan las casas que inspiran paz. Me he dado cuenta de que cuanto más potente es la luz, más alto hablo y más rápido me muevo. Así que, como debo tener algo de oso perezoso, en mi casa siempre tenemos la luz justa.
La media luz es de los tangos y el amor.
ResponderEliminarUn saludo.
Pues me encanta, dí que sí.
ResponderEliminarA media luz los dos,
ResponderEliminarmucho mejor,
of course!...