Estoy ahí en medio. Soy el único que no lee la prensa, aquel
que lleva su informe médico anual en las manos. El que mira sin
apenas interés cada uno de los apartados, la mayoría de los cuales no sé lo que
significan. Conocer la trascendencia del índice de saturación de transferrina o
saber el tiempo exacto de tromboplastina parcial activada, no hacen que me
sienta más o menos sano. Solo busco los asteriscos que los médicos colocan al
lado de cada referencia en el caso de que los resultados estuvieran
descompensados, bien por exceso o bien por defecto. La ausencia total de ellos
no consigue hacerme más feliz de lo que soy. Pasada la analítica llegan los
resultados de las biopsias, los diagnósticos endoscópicos, los
electrocardiogramas, resonancias y todo eso. La confirmación de que mi estado
de salud no tiene asteriscos no supone un punto de inflexión a partir del cual
mi ánimo repunta. Pensar en qué pasaría conmigo en el caso de que algún
asterisco malicioso se cruzara en mi camino es algo que no merece la pena.
Pensar en posibles enfermedades es, para mí, una enfermedad en sí. Tal vez
alguien debería ponerle nombre a esa patología. Siempre he evitado hacer
estimaciones de posibilidades porque jugar con el futuro supone arriesgarse a
que se cumpla lo que imaginas. ¿Para qué apostar?
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