Me di cuenta que las quería el día en que perdí una de ellas. Salía de El Sol, eran las cinco. En el mogollón de la escalera, alguien me pisó por detrás y la perdí. La masa me empujaba hacia arriba mientras mi pobre zapatilla se quedaba dentro. Esperé a que saliera hasta el último borracho para ir a recogerla. Allí estaba, junto a un librillo de papelillos tan perdido como ella, dispuesta a una última copa en El Penta.
Durante muchos años han estado conmigo. Mis hijas me preguntan por qué las tengo expuestas en la librería del salón. No lo entienden porque no puedo sincerarme con ellas y contarles todo lo que estas zapatillas han vivido conmigo. Si supieran la verdad, perdería credibilidad como padre.
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