Como cada atardecer, recorríamos la playa caminando para despedirnos del sol. Siempre llegábamos a un mismo punto y nos dábamos la vuelta. Aquel día, al hacerlo, vimos que de las cuatro huellas de nuestros pies sólo quedaban dos, las otras se las habían comido las olas, de suerte que parecía que uno de nosotros había desaparecido. Ambos reparamos en ello. Parados unos segundos en silencio sopesando aquel presagio decidimos que uno de los dos no debería volver.
Había otras opciones. Por ejemplo, que uno llevara de vuelta al otro en brazos, volver a la pata coja, cada uno apoyando un solo pie... No pusisteis voluntad. Alguno de los dos, o ambos, tenía otro motivo, es evidente.
ResponderEliminar¡Bello!, sin más.
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