No fue nada, un simple resbalón en el hielo de la acera, pero alguien llamó a los servicios de urgencia. Todo sucedió tan rápido que cuando me quise dar cuenta ya estaba en la ambulancia. Me
desabrocharon el abrigo y me levantaron el jersey y la camisa. Yo me dejaba hacer. La
impresión al contacto de la membrana de metal fue la misma que
hubiera sentido si me hubieran puesto un cubito de hielo en el pecho. Resoplé y
noté como se me erizaba el vello de todo el cuerpo. Hacia
mucho tiempo que no tenía a una mujer joven tan cerca. La distancia que nos separaba era la medida del tubo de goma de su fonendoscopio. A esa
distancia aprecié un pequeño lunar en el pómulo derecho, diminuto,
minúsculo, hasta llegué a dudar de si se trataba de una gotita de
café. Incluso pude percibir su olor, aunque no podría decir si
se trataba de crema hidratante, cacao labial o suavizante de ropa.
Olía a limpio en cualquier caso. Para concentrarse en el sonido de
mi corazón mantenía la mirada baja, a la altura de mi abdomen.
Lástima de los abdominales perdidos hacía unos años, pensé. Las
estrellas grises de su fular le daban un toque infantil, como si no
fuera una doctora auténtica y simplemente estuviera jugando a
médicos. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fue su voz pidiendo que prepararan el desfribilador. Lo demás ya lo sabéis por los periódicos.
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