Aquella mujer tenía el conocido como “síndrome Foster”, que consiste en creer
que todos los arquitectos somos como Norman Foster: mediáticos,
hipermillonarios, influyentes, glamourosos y casados con mujeres
bellas e interesantes, por supuesto apasionadas del arte. Durante la cena me miraba
con admiración, queriendo mostrarse atenta y dispuesta a ofrecer su
ayuda. He de suponer que esto es lo que sienten las celebridades como Foster, y reconozco que no va conmigo recibir tales
atenciones, por parecerme exageradas e indignas. Para neutralizarlas
no se me ocurrió otra cosa que sonarme aparatosamente la nariz,
humanizando así mi imagen y bajándola de un plumazo del olimpo de
los seres absurdamente mitificados.
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