No
quería viajar a España. Hacerlo era como salir de la zona de confort que tantos años me había costado conseguir. Cruzar el atlántico era un viaje muy atrás en el tiempo. Siempre que lo hacía tenía la sensación de estar desubicado, aunque mi padre y los cuatro vecinos que quedaban en el pueblo se
encargaran de querer convencerme de la importancia de las raíces. ¿Qué raíces? Odiaba aquella aldea, la casa, el
olor a conejo, los cuchillos de desollar, los inviernos inacabables,
las sábanas con bolas, la mirada de las vacas, el sonido de la cuchara al rozar los platos de metal blancos y desportillados, odiaba sobre todo esa
manía por considerar que la única manera viable de ser feliz
consistía en sentarse a la sombra de un árbol y mirar cómo pasta el
ganado. Odiaba, en definitiva, esa capacidad de dejar la mente en
blanco y conformarse con ser una piedra más...
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