Lo único que conservó de aquella casa antes de quemarla fue
el ojo de la cerradura. Lo guardó durante años en la caja fuerte de su
despacho. Cada tarde abría una botella de vodka y no se levantaba de su sillón
de presidente hasta que la terminaba. Sacaba entonces la cerradura y con la
mirada turbia observaba aquel agujero negro. Jamás había vuelto a asomarse por
él hasta ayer. Quiso que su última visión fuera aquella que vio de niño: la de
los pies de su padre suspendidos en el aire, balanceándose levemente al ritmo
de la soga. Después apretó el gatillo.
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