Mi trabajo consiste en
decirle a la gente que se va a morir y quedarme con ellos hasta el final.
A mediados del siglo
XXI la Unión Europea creo el CRAM (Cuerpo de robots de asistencia al
moribundo). La idea surgió en la década de los años veinte, en la que aún se
arrastraban las consecuencias de los recortes de sanidad provocados por la gran
crisis de principios de siglo. La propuesta nació en España, donde, tras la abolición
de lo que se llamó Ley de Dependencia, miles de ciudadanos se vieron de pronto
incapaces de sobrellevar la enfermedad sin nuestra ayuda.
En principio fui creado
como robot de compañía. Básicamente debía entretener a la alta sociedad durante
las largas jornadas invernales en las que la nieve ácida impide salir a la
calle. Mi conversación y mis dotes como cocinero me hacían indispensable
durante el invierno. También, como servicio extra, podía mantener relaciones
sexuales a un precio más económico y con menos riesgo que con los SHS (Sexual Human
Service), una compañía americana de prostitución que opera a nivel global.
Luego, con el tiempo, me han reconvertido en acompañante de personas en estado
terminal, dado que el departamento de asistentes del Ministerio de Sanidad fue
cerrado tras las elecciones de 2021.
No me gusta mi trabajo.
Sé que soy una máquina y que no estoy diseñado para sentir emociones. No las
tengo, no se engañen, pero a fuerza de ver morir a mucha gente, uno se hace
preguntas. Ayer murió mi último servicio. Lo llaman servicio para
despersonalizar la relación, una manera como otra cualquiera de evitar la
empatía. El Estado tiene miedo de que los CRAM lleguemos a sentir lástima por
los terminales. Se llamaba Joanna. Con treinta años le detectaron el “síndrome
de invierno”, una degeneración neuronal muy común provocada por los meses de
aislamiento en entornos insalubres. La imparable sucesión de desahucios provoca
el hacinamiento en grandes hangares donde las condiciones higiénicas generan
todo tipo de enfermedades.
Y es aquí donde se
requiere nuestra ayuda, dado que mucha gente no tiene familia, o, si la tiene,
está lejos y no puede viajar durante los seis meses de frío. Ayer, Joanna me
dijo que echaba de menos la primavera. La conoció de niña. Con los ojos
cerrados me habló del olor de las flores. “Es muy difícil explicar los olores”,
me dijo, “quiero volver a sentirlos”. La miré mientras evocaba su niñez y me
hablaba de sus padres, muertos también por el síndrome. De pronto, mirándome
fijamente a las membranas de captación de imágenes, me dijo: “Llévame con
ellos”.
Pensarán que un robot
no es capaz de hacer algo así, que no tengo capacidad de decisión y que mis
sistemas me impiden hacerlo. Yo también lo creía hasta ayer.
No la maté, tan sólo le
di otra vida mejor.
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