El mejor restaurante de la isla era el de
Hernán. Jamás llegué a imaginar que una pizza pudiera ser algo tan delicioso.
“Los argentinos somos así, Wilfred, mejoramos la especie”, decía siempre.
Supongo que no lo diría por él porque Hernán no era especialmente atractivo,
más bien lo contrario, aunque hacía gala de la consabida labia argentina y
embelesaba a toda la clientela en cuanto se dejaba ver por la sala. Hablaba con
todo el mundo, se paraba en cada mesa, pero sólo en la mía se sentaba, razón
por la que siempre reservaba una mesa con una silla de más. En cuanto me veía,
se venía conmigo. Y con Flavio.
Tenía barba de gamberro, mirada de pícaro,
pelo de loco, color de vividor, gestos de mundano y bolsillo de pródigo. Era
igual que yo, pero en porteño.
(Últimas páginas de una nueva historia…)
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