Se
me rompieron las ‘gafas de cerca’ nada más comenzar el camino de Santiago, de
suerte que no podía ver los mapas con claridad. Mi empeño por hacer la ruta
completa desde Francia a través de la senda costera me obligó entonces a
aliarme con un par de alemanes, pero su ritmo atlético no le iba bien a mis
rodillas. Los dejé marchar mientras yo me paraba cada dos por tres para echarme
Reflex en las piernas. Era tal el olor que ningún insecto se acercaba a mí y mi rastro era
perceptible desde Roncesvalles.
Hacerse mayor es una faena. Uno pierde
la memoria y se convierte en un trasto. Ahora mismo estoy aquí, en un pueblo en
plena montaña asturiana. Son las ocho de la mañana y estoy sentado sobre mi
mochila a la puerta de una farmacia en espera de que abra. Tengo que comprarme
Supercorega, ese pegamento que sirve para que la dentadura no se mueva. Llevo
varios días perdido por el monte bebiendo caldito en los refugios porque no
puedo masticar ni una miga de pan.
No
sé si llegaré a Santiago. Si lo consigo, tengo claro lo que le voy a pedir: más
tiempo.
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