Coincidimos en un puente. Ella corría hacia mí junto a
otros dos muchachos, los tres ocupando la anchura de la pasarela, por lo que
tuve que parar, apoyarme en la baranda y dejarles vía libre. El ruido de sus
pasos acelerados retumbaba cada vez más fuerte en la estructura de acero. Por
debajo, los coches pasaban a toda velocidad. Solo me fijé en ella. Sonreía.
Corría y sonreía a la vez. Pensé que yo jamás podría hacerlo sin parecer idiota.
Pasaron como si fueran motorizados, haciendo que mi gabardina se bamboleara.
Ella casi me rozó; me hubiera gustado que lo hiciera, que me pisara incluso,
para que, al menos, se girara para disculparse. Pasó de largo tras la súbita
corriente. El ruido desapareció decreciente al fondo. Durante unos segundos
miré su estela. Luego ocupé de nuevo el centro del puente y continué mi camino.
Eso es todo lo que sé de ella. Pero no necesito más.
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