El botón de la azafata quedaba ahí
arriba, tan sólo debía levantar la mano y apretarlo para que le sirviera una
botellita de vino blanco. Tal vez si se bebiera un par de vasos seguidos
conseguiría engañar al sueño y hacer que se quedara con ella. Prefería la
embriaguez a la somnolencia provocada por el Lexatin, que actuaba sobre ella
como una anestesia que no lograba dominar. A punto estuvo de apretar el botón
pero no lo hizo al ver que una azafata venía por el pasillo, seguramente para
atender la llamada de otro pasajero, otro posiblemente tan necesitado como
ella. Se fijo en su caminar, en su falda de tubo ajustada, en su camisa blanca,
en su pañuelo corporativo… en sus veinte años. Era casi una niña, sólo seis
años más que su hija mayor. Caminaba segura por el pasillo dejando que el pasaje
masculino reparara en el rojo de sus labios y dejando tras de sí una vaharada
de perfume del duty-free. Martina la miraba con envidia. Veinte años, azafata,
y toda la vida por delante. Cada vez más cerca de ella, quería detenerla y
aconsejarla que no se casara con el primer tío que la llenara la cabeza de
pájaros. Sal, corre, vuela, folla todo lo que puedas. Colocó el dedo sobre el
botón sin oprimirlo justo cuando la azafata pasaba a su lado, superándola.
Ay, esa primera línea, la cantidad de caminos que abre...
ResponderEliminarAbrazos, siempre