Carlos
Guido, jurista y profesor de Derecho Civil, jamás imaginó que un día se
enamoraría de una de sus alumnas. Pensaba que eso sólo pasaba en las novelas
románticas que leía su mujer. Una mañana de marzo, mientras Celia se inclinaba
sobre su mesa tomando apuntes en primera fila, Carlos se vio a sí mismo mirando
su escote. El sujetador, gracias a un botón desabrochado por despiste, se
asomaba apenas perceptible, lo justo para que un hombre pudiera perder la
cabeza.
Lo
que más le gustaba de Celia era su lengua. Le excitaba su manera de jugar con
el bolígrafo en la boca, mordiéndolo con la suavidad de un pezón, y dejando la
punta de la lengua recorriendo los labios, dándoles brillo.
A
veces, Carlos perdía el hilo de la clase y tenía que recurrir a sus notas para
volver a eso que tanto le aburría. Odiaba el ambiente de la Universidad, a sus
compañeros del claustro, odiaba su vida. Sólo el flequillo de Celia merecía la
pena, con su ligero balanceo hasta que, con feminidad, lo colocaba tras la
oreja, donde quedaba en reposo unos minutos dejando ver el brillo de un
pendiente.
Todos
los días estaba allí sentada, fiel a su sitio junto a la tarima del profesor,
en primerísima fila, el lugar perfecto donde lucirse. Celia sabía que sus
piernas podían subir dos puntos la media de sus notas. O tres. Incluso cuatro
si era en Derecho Civil. Sabía que el profesor Guido la miraba y no le importaba dejar el primer botón de la camisa desabrochado al entrar en su
clase, ni dar brillo a sus labios mostrando su lúbrica lengua, ni dejar que sus
piernas parecieran dispuestas a dejarle pasar entre ellas.
A
Carlos le perturbaba su mirada. Era directa, expresiva y suplicante. A solas
soñaba que coincidía con Celia en el ascensor del edificio donde tenía su
despacho y, una vez solos, ella presionaba el botón de Stop antes de comenzar a
besarle.
Y
entonces, un día de junio, el sueño llamó a la puerta de su despacho. No tenía
cita; los sueños no la necesitan. Un vestido blanco y corto dejaba ver el
bronceado de sus hombros. Al verla, Carlos se levantó para saludarla,
comportamiento que jamás tuvo con alumno ninguno. La invitó después a sentarse
en la silla y la pidió que explicara el motivo de su visita.
Y
Celia, con un mohín perfumado de Dior, le dijo:
—Verás, Carlos, necesito aprobar
tu asignatura.
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