(Relato publicado en el número 2 de LA GRAN BELLEZA, junio 2018. La gran belleza)
Oigo el murmullo del público mientras va llenando la sala. Estáis ahí detrás, tan solo nos separa una pared de mentira. Miro la hora en mi reloj de atrezo de los años cincuenta. Las agujas no se mueven; llevan meses señalando la misma hora, paradas como mis sueños. Ojalá pudiera detener el tiempo. O quitarme el mecanismo. O recordar lo que eran las expectativas, los objetivos, los anhelos. Me cuesta tragar saliva y pido una botella de agua a un tramoyista. Está fría, demasiado fría. Siento una palmada en la espalda, suave, una especie de caricia de consolación. Me giro. Es mi compañera de escena. Me guiña un ojo mientras se ajusta la peluca, pero no me dice nada. Sabe que a los actores no nos gusta que nos hablen en estos momentos. Sonrío. Falseo una sonrisa con una interpretación soberbia, con una caída de ojos propia de un galán trasnochado, un leve movimiento de cabeza y un sonido gutural apenas audible, una especie de escape que quiere confirmar que estoy bien. La engaño; creo que la engaño. Ella me hace creer que la engaño. Oigo a alguien calentando la voz en el camerino del fondo. Yo ya no caliento la voz antes de salir a escena, simplemente la proyecto hacia el fondo de la sala, hacia la puerta de salida, hacia el punto exacto por donde me gustaría desaparecer. La megafonía del teatro avisa para que se apaguen los teléfonos móviles. Me acuerdo del mío. Lo he dejado sobre la mesa, al lado de la tetera con tisana de valeriana, mi pastillero y un vaso vacío con hielos derretidos y el cadáver ahogado de una rodaja de limón. Nadie me llamará, seguro, todos saben que a estas horas soy otro y nunca estoy. No quiero estar. Oigo el último aviso y percibo como la luz que entra de la platea por debajo del telón va desapareciendo hasta convertirse en oscuridad. Un piloto rojo se enciende. Trago saliva, miro al suelo y no sé si entrar o salir corriendo.
Oigo el murmullo del público mientras va llenando la sala. Estáis ahí detrás, tan solo nos separa una pared de mentira. Miro la hora en mi reloj de atrezo de los años cincuenta. Las agujas no se mueven; llevan meses señalando la misma hora, paradas como mis sueños. Ojalá pudiera detener el tiempo. O quitarme el mecanismo. O recordar lo que eran las expectativas, los objetivos, los anhelos. Me cuesta tragar saliva y pido una botella de agua a un tramoyista. Está fría, demasiado fría. Siento una palmada en la espalda, suave, una especie de caricia de consolación. Me giro. Es mi compañera de escena. Me guiña un ojo mientras se ajusta la peluca, pero no me dice nada. Sabe que a los actores no nos gusta que nos hablen en estos momentos. Sonrío. Falseo una sonrisa con una interpretación soberbia, con una caída de ojos propia de un galán trasnochado, un leve movimiento de cabeza y un sonido gutural apenas audible, una especie de escape que quiere confirmar que estoy bien. La engaño; creo que la engaño. Ella me hace creer que la engaño. Oigo a alguien calentando la voz en el camerino del fondo. Yo ya no caliento la voz antes de salir a escena, simplemente la proyecto hacia el fondo de la sala, hacia la puerta de salida, hacia el punto exacto por donde me gustaría desaparecer. La megafonía del teatro avisa para que se apaguen los teléfonos móviles. Me acuerdo del mío. Lo he dejado sobre la mesa, al lado de la tetera con tisana de valeriana, mi pastillero y un vaso vacío con hielos derretidos y el cadáver ahogado de una rodaja de limón. Nadie me llamará, seguro, todos saben que a estas horas soy otro y nunca estoy. No quiero estar. Oigo el último aviso y percibo como la luz que entra de la platea por debajo del telón va desapareciendo hasta convertirse en oscuridad. Un piloto rojo se enciende. Trago saliva, miro al suelo y no sé si entrar o salir corriendo.
Pienso que os daréis
cuenta. Cada noche, antes de salir a escena, pienso que os daréis cuenta. Mi
mano tiembla. No es miedo, ni nervios. Tiembla enferma, disfuncional, egoísta e
independiente. Mis amigos dicen que, si no me cuido, el temblor irá a más. Y yo
a menos.
Dudo si debo salir.
Últimamente todo son dudas. Vivo en una duda. No sé cuándo debo parar; no sé cuándo
desaparecer. Nadie me dice dónde está la salida de emergencia de la vida. Cada
día pospongo el momento en que huya, pensando que tal vez mañana sea mejor. Mi
reloj de atrezo marca la misma hora que hace un rato y quiero creer que el
tiempo no ha pasado mientras decido. Cada noche me digo que será la última.
Escondo la mano en el bolsillo del pantalón, así que solo interpreto la mitad
de mi papel. Me miraréis sin ser conscientes de que soy un cincuenta por ciento
menos. Puede que mueva el doble la otra mano para compensar. ¿Cuál será la
noche elegida para no venir? Esa es mi duda. Hoy estoy aquí, a punto de salir a
escena, con mi mano temblando en el bolsillo, sin saber dónde está la raya roja
que me impida seguir.
Voy a menos, lo sé, no me
importa saberlo. Pero no quiero que el público lo sepa. Que vosotros lo sepáis.
Me miro los zapatos de época, acharolados, inmóviles. No quieren moverse. No sé si salir. ¿Será hoy el día? Siento de
nuevo el calor de una mano en mi espalda. Mi compañera me anima a salir. No
quiero hablarla por si huelo a ginebra. Creo que ella lo sabe, sabe que he
bebido, sabe que cada noche salgo borracho a escena. Lo ve en mi mirada, no en
mis ojos; lo escucha en mis silencios, no en mis palabras.
Me he pasado con el
perfume. Sé que es un olor fuerte, a madera y sándalo, lo suficientemente
fuerte para contrarrestar el otro, el olor a bar, a soledad y miedo. Con la
excusa de suavizar la garganta, chupo un caramelo de menta. Me arde la boca.
Hay una escena en la que beso a mi compañera. Llevo meses besándola. Un beso al
día. El único beso que doy, lo da otro. Igual que los últimos cinco años. Tal
vez mi ex mujer haya venido a verme al teatro. La imagino con su nueva pareja
entre el público. “Mira, ese de ahí, el borracho, es mi ex”. Puede que salga
solo por el beso. Son labios blandos, mullidos y acogedores, parecidos a los de
mi ex mujer, pero sin odio. Mi beso diario es un beso de muñeca de látex, sin
alma. Mi compañera cierra los ojos mientras me besa, seguro que pensando en
otro. Hace bien.
Necesito un trago. Otro.
Otro más. Pero el telón sube. Estoy en el centro del escenario. Solo. Debo
dejar que mi personaje me posea y ocupe mi lugar, dejar de ser yo para ser
otro. Debajo de la chaqueta siento como el sudor empapa la camisa. En el tercer
acto tendré que quitármela y resultaré patético. Me la dejaré puesta. El telón
está arriba y un foco de luz tenue me ilumina poco a poco. Veo los rostros
pálidos de público. Me miráis expectantes. Inspiro, controlo la respiración,
guardo el temblor de mi mano en el bolsillo y comienzo a vivir la vida de otro.
Dos horas en las que dejo de beber. Tengo la voz gastada, maltratada, pero aún
tiene la fuerza suficiente como para resultar creíble. Esperáis que hable,
impacientes por saber si hoy será el día que me rompa. Dicen que soy un actor
creíble, de esos que transmiten emociones. Mis besos parecen reales. Lo son.
Todo es falso menos el beso.
La ginebra recorre mi
cuerpo al ritmo del corazón; latidos de alcohol que me mantienen en pie sobre
las tablas. Ya no puedo salir sobrio. Me maquillo para salir. Lo bueno que
tiene el teatro es que no hay primeros planos como en el cine. Otros calientan
la voz; yo disimulo evidencias. El espejo de mi camerino está rodeado de
bombillas apagadas.
Ahí estáis, mirándome,
esperando que hable. Me tomo mi tiempo siguiendo las indicaciones del director
en los ensayos. Un minuto en silencio mientras nos miramos. Mi personaje os
reta. Yo no puedo hacerlo; él sí. Os regalo mi último papel, mi última
representación. ¿De verdad será la última? Veo al fondo la luz verde que indica
la salida. No parpadeo, así que los ojos lagrimean. La cobardía me obliga a
posponer mi huida.
Otra noche más que me
quedo. ¿Cuándo os daréis cuenta de que estoy acabado?
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