Me dirigí hacia la ventana para
descorrer las deslucidas cortinas. Al hacerlo, vi tres moscas muertas en el
alfeizar, patas arriba. Las imaginé confabulando para su suicidio. Me pregunté entonces cuánto tiempo podría yo
vivir allí sin que se me pasara por la cabeza la idea de matarme. Me quedé plantado con el abrigo puesto, mirando como el cielo gris se
confundía con la nieve de los tejados. Noté que me dolían las rodillas. Las froté con cierta violencia para ver si así entraban en calor y se mitigaba el dolor.
El esfuerzo hizo que mi aliento se condensara en una efímera nubecilla de vaho
que durante unos segundos se pegó al cristal, tiempo que aproveché para dibujar
un aspa con la punta del dedo. Fue como una especie de tachadura. Una equis. La
incógnita de una ecuación.
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