domingo, 21 de mayo de 2017

EL COCHE ROJO



Juanchu, dieciséis años; cabeza apoyada en la ventanilla; cascos con música muy alta; el móvil en la mano sudada; mirada perdida en el gris difuso del asfalto. Las líneas discontinuas de la carretera parpadean ante sus ojos. Lo aturden. Parece no pensar en nada.

Solo lo parece.

En realidad está sopesando lo patético que resulta que todo el mundo los adelante. Su padre y su dichosa manía de conducir despacio. Para Juanchu no sobrepasar el límite de velocidad es ir despacio. Muy despacio.  Cuenta los coches que les pasan. Al llegar a veinte se cansa. Cambia de canción; es incapaz de oír una canción completa. Le puede la impaciencia por pasar a otra. Las canciones son tan lentas como su padre.

Su madre se gira para decirle algo. No la oye. No le apetece oírla, pero ante su gesto de desagrado, se ahueca el auricular. Le pregunta si quiere merendar. Juanchu niega con la cabeza. Merendar es de pequeños.

Se fija en la cabeza de su padre. Desde que le pasó lo del ERE ha perdido pelo. Suerte que no perdió el empleo. Por los pelos. Juanchu sonríe por su juego de palabras. Le mira la camisa de cuadros, la misma de siempre. ¿Cuánto hace que su padre no se compra ropa? Se asoma por encima de sus hombros para ver el cuentakilómetros. Por Dios. Resopla y se deja caer en el asiento como un peso muerto. Cambia de canción. Un autobús de línea los adelanta y Juanchu intercambia una mirada insustancial con uno de los pasajeros, otro como él. Su padre dice que conduce así para consumir menos e ir más seguro. Venga ya, papá, no fastidies. Está harto de las lecciones de urbanidad y buena conducta. Ahora hasta va en bicicleta al trabajo. ¡En bici! Una de esas que ha puesto el ayuntamiento. Por ahorrar. Juanchu no entiende el ahorro. Si lo tengo, lo gasto.

Mira el reloj del salpicadero. No puede ser. ¿Está roto o qué? Piensa que van a llegar tarde al pueblo. En el fondo le da igual. Odia el pueblo. Se aburre en la casa de sus abuelos. Sin wifi el mundo es una mierda.

De pronto, un coche rojo, uno bueno, les pasa a toda velocidad. Suena como un cohete despegando. Juanchu estira el cuello y se asoma por encima de los hombros de su padre. Quiere saber qué coche es. Se hace apuestas a sí mismo. Pero le da igual la marca, es un cochazo y punto. Lo observa mientras se pierde por la autovía en segundos. En nada. Vuelve a su estado catatónico, esta vez imaginando que es él el que va a los mandos de ese bólido. Cierra los ojos y se imagina con las manos en el volante, el brazo apoyado en la ventanilla abierta, la música a tope y una rubia en el asiento del copiloto. No, mejor morena. No, rubia. Un pibón.

Mira la hora de nuevo. Otra canción. Las líneas de la carretera. La calva de su padre…

Y entonces ocurrió.

Dos líneas negras sobre el asfalto, paralelas, cruzan la carretera en dirección al arcén. El quitamiedos ha desaparecido. Hay humo y huele a quemado. Juanchu siente que el coche frena. ¿Y ahora qué pasa? Se quita los cascos y pregunta. Nadie le contesta. El coche para y su padre se pone un chaleco fosforescente. Su madre le dice que tenga cuidado. Juanchu ve a su padre a través de la ventanilla: la camisa de cuadros por fuera, el botón del pantalón desabrochado, la barriga incipiente, el chaleco hortera. Se gira y le ve por la luna trasera. Con torpeza salta fuera del asfalto y desaparece detrás de un pequeño terraplén. El tac-tac de los warning es lo único que se oye en el coche. Otros vehículos paran delante y más conductores salen con una carrera precipitada. Juanchu piensa; por fin piensa algo. Mamá, salgo a ver. Para cuando su madre quiere impedírselo, él ya está fuera.

Cinco hombres de pie, todos con chaleco, camisas de cuadros y calvos. Un coche rojo bocabajo. El motor, incomprensiblemente, sigue en marcha con un quejido comatoso. Sale humo negro entre las ruedas que apuntan al cielo. Hay una pequeña llama que poco a poco crece. Los hombres guardan distancia de prevención mientras avisan por sus móviles a los servicios de emergencia. Miedo a que aquello explote. Su padre es uno de ellos. Juanchu llega y se alinea a su lado. Mira y calla. Un joven está inconsciente dentro del coche, sujeto por el cinturón de seguridad. Un hilo de sangre le gotea desde la frente. A su lado una rubia. No, morena. ¿O es rubia? Un pibón. Gime aturdida.

Puede explotar en cualquier momento, dice uno, uno cualquiera. Y en ese momento, Juanchu ve a su padre quitarse el chaleco y, sin pensarlo, llegar hasta el coche y meterse por la ventanilla. Le cuesta. Está torpe. Se arrastra. Solo se le ven las piernas. Juanchu quiere gritarle que salga de ahí. No lo hace. Mira las llamas. El motor para de repente. El padre sale con la respiración entrecortada, tira las llaves al suelo, y parece buscar algo. Con las manos haciendo un cuenco coge arena y grava y la tira sobre la llama. Se apaga al cuarto intento. Humo negro y silencio.

Los hombres le miran. Luego se acercan y le abrazan. Le felicitan. Saben que ellos no se han atrevido a hacerlo y eso les convierte en seres inferiores. Entonces se arrodillan junto al coche para tranquilizar a los accidentados. El padre de Juanchu permanece de pie, mantiene la mirada perdida intentando comprender lo que acaba de hacer. Se gira. Su hijo le mira y se acerca hasta él. Le abraza. No se lo digas a tu madre, le pide.

Lejos suenan sirenas.


El camino restante hasta el pueblo lo hacen en silencio. Juanchu va detrás, pensando. Lleva pensando bastante rato. Los cascos sobre el sillón. El susto en el cuerpo. Mira la velocidad en el cuentakilómetros, después se fija en los ojos de su padre en el retrovisor. Se miran y sonríen. La mano de Juanchu se posa sobre el hombro de su padre, sobre la camisa de cuadros llena de tierra, barro y aceite. Al llegar a casa te compraré una nueva.

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