Sobre la mesa desplegó un arsenal de medicinas y una
libreta de recetas que se dispuso a rellenar en ese mismo momento. Tenía la
mano fina, con los dedos del mismo grosor que el bolígrafo BIC que manipulaba.
La presión empalidecía las uñas, bien cuidadas y sin pintar. Tenía una letra
infantil, para nada de médico. Retorcía su mano sobre la receta y se
inclinaba sobre ella como una niña haciendo los deberes. Un mechón de pelo bailaba sobre el papel y lo rozaba. Por último, una
rúbrica en forma de garabato improvisado dio por concluida la consulta, no sin
antes advertirme que se trataba de una simple gripe, aunque hubiera aceptado cualquier diagnóstico con tal de que se hubiera quedado un rato más.
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