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martes, 10 de abril de 2012

ARIADNA Y LAS FLORES



Artículo publicado en la sección Decorartes de Culturamas Ocio. Abril 2012 
Por Rafael Caunedo.
Ariadna ha tenido desde niña atracción por las flores, pero nunca se planteó que iban a ser justamente ellas las que provocaran su separación.
Siempre tenía flores en casa. Disponía para ello de una colección de jarrones que, convenientemente distribuidos, llenaban se casa de color y, a veces, olor. Gracias a un curso de manualidades on line aprendió a añadir todo tipo de ‘inventos’ a sus centro florales, desde frutas hasta bombillas, cualquier cosa con tal de hacerlo original.
Sus favoritas eran las gerveras, que combinaban la humildad de las margaritas con la variedad cromática de las vanidosas rosas. Gustaba comprarlas siempre en la misma tienda, con lo que, viendo en ella una clienta lucrativa, la floristera se esmeraba en su trato con ella y le daba conversación cada vez que se veían.
Su casa era, para disgusto de Paco, su resignado marido, un muestrario de estrafalarios centros, ramos pretenciosos y todo tipo de inventos florales que el curso la recomendara. Su última obsesión fueron las macetas verticales con las que “reforestó” todos los baños de la casa convirtiéndolos en pequeños invernaderos. 
A Paco también le gustaban las flores, pero dejaron de hacerlo desde la noche en que sintió un ahogo mientras dormía y se convenció que eran las flores las que estaban acabando con el oxígeno. Ariadna, en cambio, estaba orgullosa de su casa y no hacía ascos a las visitas, a las que paseaba por las habitaciones como si estuvieran en las salas de un museo.
Toda obsesión daña, lo sabían muy bien sus amigos y familiares, a los que Ariadna regalaba ramos y centros cada vez que iba a sus casas, incluida la de su hermana Carmen, cuyo hijo pequeño tenía que salir corriendo por los brotes alérgicos cada vez que anunciaba su visita.
Y es que Ariadna no podía controlar su pasión. Lo malo es que esa obsesión deja huellas. Un día, dado que el ascensor estaba en revisión, a su marido no le quedó otra que bajar por las escaleras. Al llegar al tercer piso, la puerta del 3 A se abrió justo cuando él pasaba. Salió de la casa un hombre guapo cargado con una bolsa de golf al hombro. Un rápido vistazo antes de que la puerta se volviera a cerrar permitió que Paco pudiera ver uno de los centros de su mujer sobre la consola de entrada, duplicado por su reflejo en un espejo de marco dorado. Un escueto saludo fue el único intercambio de palabras. Al llegar al portal, antes de salir a la calle, Paco se quedó pensando junto a los buzones, dudó un instante y por fin se volvió sobre sus pasos. De nuevo subió a casa. Quería preguntarle algo a su mujer.


martes, 20 de marzo de 2012

EL ALCE

              

Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS. Marzo 2012.
Por Rafael Caunedo.
Mi abuelo sólo ha cazado una vez en su vida. Lo hizo por compromiso y ayudado por el vodka. También algo crecido ante la expectación que levantó su presencia entre el público femenino. La verdad es que el trofeo pudo haber tenido la prestancia de un tigre de bengala, la ferocidad de un león africano,  o la elegancia de un oso polar, pero no fue así. Tuvo que conformarse con el alce más raquítico de toda Noruega, uno desgarbado y medio lelo que caminaba desorientado sobre el hielo. No tenía cara de listo, así que se quedó allí mirando mientras mi abuelo cargaba el fusil. Nunca lo reconoció, pero la verdad es que tuvieron que hacerlo por él ya que los nervios y el vodka le impedían meter la bala en la recámara.

Mi abuelo ha sido el único español que ha matado un alce en Noruega estando borracho perdido. Le dio de casualidad, entre bandazo y bandazo. Fue un tiro certero que ni él mismo se creyó. Cuando vio al alce caer, se quedó mirando a sus acompañantes preguntando si había sido él. Fue entonces andando hasta el animal y al llegar sintió como se le revolvía el cuerpo. Fue tal la pena que le dio que pidió la cabeza para disecarla y llevarla  a España.
Y así fue como llegó el alce a la casa familiar hace un montón de años. Mi abuela se casó con mi abuelo y con el alce. Todo era discutible menos aquella cabeza. De hecho, terminó cobrando el protagonismo que le otorgaba el presidir el salón desde lo alto de la chimenea. Mi padre se crió allí mismo, a la sombra de sus cuernos. Siempre le dio una mezcla de miedo y asco, aunque nunca supo qué sensación era la predominante.
A la muerte del abuelo, el alce temió que su cornamenta acabara en el vertedero, pero el destino se alió con él, y una fuerza superior hizo que mi madre superara aquel espanto y lo aceptara en su nueva casa de Madrid. Eso sí, no lo quería ver en habitaciones “visitables”, de suerte que el alce acabó abajo, en el garaje. Por empeño paterno, la cabeza estuvo muchos años colgada en la pared del fondo, de manera que cuando metías el coche por la noche, las luces de los faros hacían que le brillaran los ojos como si estuvieran vivos.
Hubo un año en que propuse subirla a mi habitación, pero el revés que me sacudió mi madre me quitó la ilusión.
Yo crecí con un alce en casa. Cuando se lo contaba a mis amigos, no se lo creían. Tuve muchas visitas, incluso pensé en cobrar por ellas. Pero no.
Ya de adolescente, las fiestas en mi garaje eran famosas por el alce. Un año hubo alguien que le colocó un tercio de Mahou en la boca, y allí sigue. La verdad es que el animal ha soportado estoicamente todo tipo de humillaciones: fue perchero durante años, alguna foto junto a él con el culo al aire también se ha hecho alguno, sombreros de paja, matasuegras en las orejas…., en fin, de todo, pero el pobre sigue sin quejarse.
Con el tiempo me tocó a mí en herencia. Ahora está en casa. Yo lo tengo en un cuarto de baño. Mi mujer por poco me mata, pero la magia noruega la ha llegado a convencer. Mis hijas cuelgan las toallas en sus cuernos y a mí me hace gracia. Lo que no saben es que algún día el marrón les caerá a ellas. No sé, le miro y me enternece, me da pena. Es feo pero le quiero.

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL LADRÓN DEL CHESTER

Rafael Caunedo
Artículo publicado en la sección DECORARTES de la revista CULTURAMAS.     Marzo 2012

Por Rafael Caunedo.
En el portal de mi casa había un sofá Chester espectacular. Tan chulo era que hace unas semanas desapareció. Alguien con muy buen gusto lo robó aprovechando un descuido del portero nocturno. Es la recurrente conversación de ascensor desde que tan aciago hecho sucediera en aquella noche en que el Barça ganó al Madrid y nadie quería salir de su casa, sólo los chorizos y algunos del Atlético.
Todos los vecinos estamos apesadumbrados, no por el hecho en sí, sino por el Chester. ¿Dónde estará nuestro querido Chester? El portal no es igual sin él. Ahí quedan las marcas de sus cuatro patitas sobre la moqueta. Sólo con pensarlo se me caen las lágrimas. ¿Será cuidadoso su nuevo ‘propietario’? Algunos vecinos han propuesto dar una recompensa a quien facilite información sobre su paradero. Dicen que pongamos carteles de ‘Se Busca’ en los periódicos. Otros más sensatos proponemos hacer una colecta entre todos para reponerlo. Aunque bien pensado, su falta es irremplazable. Queremos ése y no otro.

Y ahora, el pobre Chester…¿dónde andará?… ¿tirado en cualquier arrabal? Espero que no. Pilar Luccini, la del octavo E, ha empeorado de lo suyo. Su depresión ha entrado en depresión, depresión al cuadrado, y ha decidido no salir de casa hasta que aparezca el sillón. Y es que es un drama, estamos todos igual.Yo, a veces, me sentaba allí a leer el periódico esperando a que bajara mi mujer. Lo del periódico era una medida disuasoria para que el portero no me diera conversación. Mi portero habla mucho, certificando así la bien merecida fama. Me encantaba el tacto suave del cuero. No es que tenga debilidad por lo british, pero debo confesar que el Chester está por encima de cualquier época, moda o tendencia. Un día, vi al portero atarse el zapato apoyando la suela sobre él. Creía que no lo veía nadie y cuando le reprendí se puso rojo del disgusto. No suelo ser así, pero la escena era francamente dolorosa. El Chester es como un hijo, le dije.
Al pobre portero nocturno le cayó una buena. El administrador de la finca, siguiendo las instrucciones de Fidel Ruisancho, el juez del segundo B, le ha apercibido. De momento sólo se trata de una medida de aviso y advertencia. Él, en quien recayeron en principio las primeras sospechas, no levanta cabeza. Se siente culpable, cosa que no me extraña, y recae en su conciencia todo nuestro disgusto.
Debo confesar que siempre he tenido una fijación muy especial con el Chester, incluso llegué a soñar un par de veces con su capitoné. Sé que estoy de psiquiátrico, mi mujer también lo piensa, pero cada uno es como es. Igual me pasa con el Real Madrid; me trastorna. Cada vez que hay partido me vuelvo loco. No me gusta ver como pierde. Por eso, aquel día en que el Barça volvió a hacerlo de nuevo, urdí con mi mujer y mis hijos un plan que nos resarciera de nuestra desazón. Esa noche, aprovechando que el portero estaba de ronda por el garaje, bajamos los cinco y nos subimos el Chester. Desde entonces nos peleamos por ver la tele sentados en él. Esta noche juega el Madrid la Champions…. espero que gane porque sino ya tengo echado el ojo a una mesa de acero y cristal de Norman Foster en el portal de unos amigos.

jueves, 1 de marzo de 2012

EL OLOR DE LA MEMORIA


Artículo publicado en la sección DECORARTES de CULTURAMAS. Marzo 2012.
Por Rafael Caunedo.

Rafael Caunedo
Mis abuelos tenían una casa en un pueblecito por ahí perdido en la que, de año en año, pasaba algunos días de vacaciones. Era una casa rústica, tan rústica como los lugareños con los que cada tarde te cruzabas paseando por los caminos, sobre todo señoras, de esas que me pellizcaban los carrillos y hablaban a voces. Tenía la casa dos plantas y un jardín con árboles, todos ornamentales menos uno, una higuera, que me surtía de lo que con el tiempo se ha convertido en uno de mis frutos favoritos: los higos. A la sombra de esa higuera me sentaba yo a leer a la hora de la siesta mientras mis abuelos dormían dentro, cada uno en una habitación, refugiándose de la solana. Era una casa fresca, por no decir fría. Andar descalzo por sus pasillos era catarro asegurado, y como te pillara por medio una corriente traicionera, te jorobaba el verano.
Mi abuela cocinaba como las abuelas, sin recetas ni libros de cocina. Empleaba el sentido común y la herencia genética a partes iguales. Todos los días hacía pan, de suerte que la casa por las mañanas olía a tahona. Por más que se abrieran las ventanas, el olor no se iba, como si prefiriera estar allí dentro, al albur de aquel remanso de tranquilidad. Mi hermana decía que se aburría con tanta paz. Yo en cambio, gracias a eso, he crecido con una tendencia enfermiza al silencio. Sólo el canturreo de misa de mi abuela rompía aquel encanto. Lo hacía mientras espachurraba la masa para meterla en el horno. Eran canciones sin letra, o al menos yo no lograba entenderla, una especie de mantra con la que acompañaba el proceso del pan.
Cuando yo aún estaba en la cama, subía cada mañana ese olor a bollo, a pueblo, y mis tripas comenzaban a retorcerse al imaginarse una tostada recién hecha embadurnada de mantequilla y mermelada, nada de aceite, que por entonces no se estilaba. Bajaba dando botes por la escalera, despeinado y con legañas, siguiendo el soniquete de mi abuela hasta llegar a la cocina. Un beso mal dado, rápido y ansioso, para después subirme a un taburete cojo, abrir la alacena y sacar un tazón. Una alacena de castaño, vieja como mi abuela y suave como mi madre. Tantos años en aquella cocina, hicieron que el olor se colora por cada poro de la madera.
Hoy esa alacena está en mi casa, en ella guardo la vajilla y la nostalgia de aquellas vacaciones. Cada vez que la abro, me huele a pan; es como una caja de música que al abrirla suena una canción de mi abuela. Yo no hago pan, ni canturreo mientras cocino, ni en casa hay muebles evocadores. A veces tengo la sensación de que no voy a dejar huella en los objetos que me rodean. Tal vez sea la fugacidad de su existencia, o en la dichosa ‘obsolescencia programada’, pero tengo dudas razonables de que mis hijos, cuando sean mayores, me vean y me escuchen cuando saquen un tazón de algún mueble. Tal vez, eso sí, me asocien a un ordenador y a una silla de oficina, sin olores ni músicas. Tendré que replanteármelo.