El tío era un impresentable. Broker, me dijo, jactándose de que sólo se dedicaba a jugar en bolsa con el dinero de los demás. Le conocí en una terraza de la Castellana hace ahora cuatro años, una noche que yo había salido con mis amigas. Recuerdo que era jueves y que él venía directamente de la oficina. Noté pronto que no paraba de mirarme y al rato se presentó. Era guapo, sí, pero presuntuoso. Hablaba mucho, a veces atropelladamente y su tema favorito era él mismo. Iba de coca, lo que no me hacía gracia. Me dijo que acababa de cerrar una operación de varios millones en una conversación de tan sólo dos minutos. Se vanagloriaba del dinero que había ganado en un cuarto de hora. Era un patán. Supongo que me pilló desprevenida cuando accedí a darle mi móvil. Me llamó al día siguiente para venir a buscarme. Se presentó en casa con un descapotable inglés color burdeos. Mi padre lo vio desde la ventana de arriba. Creo que le gustó porque no me puso objeciones para salir con él. Coqueteamos durante unos meses no sé muy bien por qué. O sí. Me gustaba, la verdad, aunque sabía que no me convenía. Intuía que la cosa no podía funcionar. Era opuesto a mí en todo y a pesar de ello me casé con él.
Mi matrimonio ha durado lo mismo que su coche nuevo, año y medio, y menos mal, porque no le aguantaba más. Nunca he sabido por qué empecé con él. Dicen que es más habitual de lo que parece pero que raramente le ocurre dos veces a la misma persona. Las estupideces se suelen hacer una sola vez. Espero.