Eduardo la presentó como Marie Louise Marisot. Me
pareció un nombre sonoro, de esos que, de manera intencionada, los padres
pretenden ser originales con sus hijos marcándolos para toda la vida. Parecía
una mujer seria, de edad indefinida, aunque a los pocos días supe que tenía
cuarenta y nueve años y que en breve rompería la fatídica barrera de los
cincuenta. No hizo ademán de besarme; en su lugar estiró la mano como quien
desenfunda un revólver. Dudé entre corresponder al saludo o levantar las manos
y rendirme. Era una mano larga, sin anillos, de uñas cuidadas y pintadas de
rojo, piel fina y translúcida, una mano que bien podía dar calambre al tocarla.
Al acercarme olí a perfume. Era imposible que el olor perdurara en su cuello
con tanta intensidad desde su salida de Bruselas, así que deduje que, en una
demostración de coquetería, se había perfumado justo antes de conocer a Eduardo,
tal vez en la escalerilla del avión.
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